miércoles, 28 de diciembre de 2016

Un regalo y feliz 2017


Nunca sentí interés en publicar un libro. El 2016 fue un año personalmente difícil y necesité tener un proyecto. Se me ocurrió armar esta recopilación de los textos más breves que publiqué en el blog.

La idea es que se lo lleven. Sin conocer bien cómo funciona, me aventuré a subirlo desde el sistema Issuu, espero que puedan. Si quieren verlo en pantalla completa, ir al cuadradito de abajo (Fullscreen). 


https://issuu.com/mirel3/docs/apuntes__en_hojas_perdidas


Que el 2017 sea para todos un año pleno de bondades . 
Gracias y abrazos.

lunes, 19 de diciembre de 2016

Aroma de jazmines, sabor de pan dulce



Se desploma en la mecedora, al lado de la ventana. Tampoco allí corre aire, pero puede entretenerse mirando un retazo de la vereda de enfrente, donde los chicos de la cuadra siempre juegan bajo las ramas del paraíso. Es su punto de reunión y hay unos cuantos agachados alrededor de algo que no alcanza a ver. Se apartan rápidamente, una luz chisporrotea y explota en la vereda. La señorita Irene se sobresalta: otra vez los cohetes, su corazón ya no está para esos ruidos. Y pensar que de chica la divertían tanto. Qué hermosa época, cuando la casa apenas podía contener a los parientes. Ahora, en cambio, se ha convertido en un cascarón vacío. Han de estar cerca de las fiestas, no hay vuelta que darle, las fechas y los meses se le van de la cabeza. Sin embargo, no debe faltar mucho, Camila su sobrina nieta predilecta armó el árbol de Navidad junto a la chimenea. Además lo huele en el aire: los jazmines floreciendo en el jardín, la pólvora de los cohetes y esa cosa impalpable que ella percibe como un perfume. El espíritu de las navidades, eso es. El pesebre, Papá Noel, el esponjoso pan dulce que preparaba la abuela genovesa. Filamentos de recuerdos toman forma en su memoria.
¿Qué día es hoy? ¿Y el año? El mes, con certeza, es diciembre. Ella es de mil novecientos dieciocho y vagamente cree recordar que hace poco le festejaron los noventa. El tiempo presente es niebla, le parece que estuviera desandando el camino, de vuelta al pasado.
El abanico va, viene y remueve el aire sofocante. La señorita Irene sacude la cabeza y sonríe. La Navidad en su infancia no era Navidad sin la cartita a Papá Noel. Ella no escribía solo pidiendo juguetes, no. Primero contaba que había pasado de grado, que de grande le gustaría ser enfermera de la Cruz Roja, porque si había otra guerra se ofrecería como voluntaria porque no se iba a casar jamás. Al final, achicando notablemente la letra, casi con pudor, agregaba el pedido.
Un veinticinco de diciembre, junto al regalo encontró un sobre que decía: A Irene. Adentro había una esquela felicitándola por ser una niñita dócil y estudiosa, pero no debía decir que no iba a casarse, qué mejor destino podía esperar una mujer que el de ser esposa y madre. Abajo estaba firmado Papá Noel. Todos leyeron la carta y Jorge, el amigo de su hermano, le dijo despacito al oído que cuando fueran grandes se casaría con ella. Irene se había puesto colorada, bajó los ojos y se le escapó una sonrisa de alegría.

Diego Aguilera termina de vestirse frente al espejo del ropero. Piensa que esa changa* le cayó en el momento justo. Las últimas lucas* se las acaba de patinar en Madam Ivón, la yegua que era una fija y que al final entró quinta. Y Araceli —esa otra yegua— lo tiene podrido pidiéndole que pague lo que saca fiado. Si no la corta, le va a dar una patada en ese flor de culo que dios le dio y que vaya a cantarle a Gardel. Claro, no es tan fácil. A él todavía le gusta, no con el metejón* del principio, nada es eterno y menos un metejón. Se conoce, él no sabe andar solo y qué mina le va a dar bolilla si está en la lona*.
Al mirarse en el espejo le asoma una expresión de disgusto. Lo que parece, a lo que tuvo que llegar. No pega una y Araceli machacando con eso de que a él no le tira laburar. Seguro, sin un oficio, lo que hizo desde que era pibe fue rebuscárselas.
Los cuatro mangos* que cobre por la changa le servirán para la sidra, el pan dulce, una boludez para Araceli y chau. Las fiestas son una mierda y él, lo único que pretende, es sentarse bajo la parra del patio, delante de una mesa en la que abunden botellas y no moverse de ahí hasta que el cielo se vuelva del color del vino blanco y no haya más que chupar.
Siempre le agarra una cosa amarga, una especie de rebeldía a esa altura del año. Como una borrachera triste, algo que le quema por dentro, trayéndole pensamientos roñosos, acordarse de los que no están más, de los que nunca estuvieron, de las Nochebuenas miserables de cuando era pendejo o de otras desesperadas y solitarias.
Diego Aguilera, con un movimiento de impaciencia, toma la bolsa y sale.

El abanico yace sobre sus rodillas; las manos delgadas, con el dorso cubierto de pecas castañas, apenas lo sostienen. La señorita Irene cabecea en la mecedora y sueña con Jorge, que al cumplir los veintiuno se va a estudiar a Boston. Y ella, con veinte, no tiene con quien casarse, pero no le importa porque aparece Papá Noel, grandote,  bonachón y le pide que sea su secretaria. La señorita Irene se pone un gorrito y una larga capa roja ribeteada con piel blanca, y desde un trineo volador, controla la larga lista de regalos que faltan entregar.
El abanico se le resbala por las piernas y cae al piso con un chasquido. Abre los ojos. No se acuerda bien qué fue de Jorge, si volvió de Boston. Ella estudió enfermería, aunque no la dejaron embarcarse y ayudar en la Segunda Guerra Mundial. Había tantos familiares que envejecían y la necesitaban acá: los abuelos, después papá y mamá y las cuñadas que precisaban un refuerzo con los bebitos cuando crecían y se contagiaban el sarampión o las paperas, quién mejor que ella para atenderlos.
Anocheció, debería encender el velador, prefiere quedarse así, está más fresco. Se incorpora con una repentina sensación de vértigo. La señorita Irene apoya la nuca en el respaldo de la mecedora y suspira. Camila y los otros que a veces la visitan ¿cómo es que se llaman?, consideran que no es conveniente que viva sola en la casona. Un día había guardado la plancha en la heladera; es cierto que no se acuerda ni lo que comió el día anterior. Le dicen: y si te descomponés cuando la chica de la limpieza se va. No es una vieja chocha, todavía se siente fuerte y se basta a sí misma. Su memoria es mala, se le confunden los tiempos o se distrae fácilmente con recuerdos. De la casa familiar la sacarán con los pies para adelante.

Repartir los volantes con este calor, empilchado* y haciéndose el simpático, es algo que no le cabe. Las cuadras del centro comercial son un hervidero, todos salieron a comprar a último momento, cómo se ve que en este barrio hay mosca*. Estaba creído que esas fiestas iban a ser diferentes, con el dato de Madam Ivón pensó que por una vez en su puta vida la suerte le sería favorable. Eso es tener yeta*, él parece que nació enyetado. Ojalá que los chupasangre para los que labura Araceli le adelanten unos mangos.
Qué lo tiró, encima pasar la Nochebuena con los viejos de Araceli, más los otros yernos, nueras, la mocosada que grita. Manga de lameculos. Y él, Diego Aguilera, también, y un maricón, que se rebajó a aceptar esta changa y así evitar que Araceli le arme un bolonqui*.
Corre un vientito suave y le viene bien caminar por esas calles tranquilas, con árboles altos y casas finas, donde sobran las flores y los autos espectaculares. Él estará siempre del lado de afuera, caminando y llenándose los ojos con ventanales iluminados, gente que cacarea como gallinas y toma champán. Mientras, él no tiene donde caerse muerto y a sudar la gota gorda vestido de Santa Clós. Queda mejor decir Santa Clós, le había aclarado el tipo de la juguetería que lo contrató toda la semana para que diera vueltas en la puerta del shopping repartiendo volantes. En verano y con más de 30 grados. 
Diego Aguilera observa una casa con las luces apagadas. Es la más vieja de la cuadra, pero mantiene un aire distinguido. Qué lindo olor a jazmines, el jardín está descuidado, después de las fiestas podría ofrecerse a sacar los yuyos y emprolijar los canteros, le gusta trabajar con las plantas, tiene buena mano.
Le agarra una cosa en la garganta como cuando la vieja le daba con el cinto y él se esforzaba por no llorar. Sin darse cuenta abre el portoncito de madera; los árboles de la calle son tan tupidos que tapan el farol de la esquina. No sabe por qué está caminando por esa galería lateral ¿y si lo ve algún vecino, qué bolazo* va a decir? Que quiere estar del lado de adentro y probar qué se siente ¿quién va a creerle? Te van a tomar por un chorro* y habrás hecho de todo en tu vida: robar, nunca robaste, dice entre dientes Diego Aguilera. La galería desemboca en un patio. Hay una ventana que está abierta. Una verdadera tentación.

La señorita Irene se levanta, debe bajar a la cocina y cenar lo que le dejó la chica. A lo lejos se escucha el estruendo de los petardos y, como relámpagos, los reflejos de fuegos artificiales. Sosteniéndose del pasamanos adelanta un pie para bajar el primer peldaño, cuando un ruido la inmoviliza. Su memoria será mala, pero su oído es de tísica, como decía la abuela genovesa.
El vestido de la señorita Irene es un manchón pálido en la punta de la escalera. Bajar la escalera a oscuras, se va a matar; la acomete una risita traviesa, que ahoga en el hueco de la mano. Se aferra de la baranda y busca el borde del escalón. Es como jugar a la gallina ciega de nuevo. Y vuelve a sofocar la risita.

Fueron a dejar un banquito justo en el medio de la cocina. Diego Aguilera lo aparta, espera unos segundos antes de seguir adelante. Tranquilo, macho, no hay nadie en la casa, los que tienen mosca son salidores, capaz que se fueron a festejar a un restorán cerca del río. Es apenas una sombra flexible desplazándose por un corredor penumbroso que termina en un salón grande.
Parece la cancha de Ríver, ríe y se baja la barba y los bigotes que le pican por el calor y con la palma se seca la cara húmeda. Y ahora a fumarse un pucho. Saca la caja de fósforos y prende uno. Ve un árbol de Navidad que llega hasta el techo. Qué los parió y él, de chico, no pudo tener ni uno ranfañoso* de plástico. Se hubiera vuelto loco por colgarle los adornos y poner la estrella en la rama más alta. Sobre la repisa de la chimenea hay un velador con una pantalla opaca que no debe dar mucha claridad. Cuántas chucherías juntan los ricos: ese reloj y esos floreros  les deben haber costado una fortuna.
Al fondo del salón ve una escalera, camina unos pasos, se detiene cuando oye un crujido.

Baja el último escalón, qué prodigio, lo hizo sola y a oscuras, sin el bastón, que quedó arriba con los anteojos. Se lo va a contar a Camilita, qué raro que no la llamó para desearle feliz Navidad. En el fondo de la sala la lámpara está encendida, se habrá olvidado de apagarla. Tantea en la pared, buscando el interruptor. La araña de caireles se ilumina con su brillo de falsos diamantes.
Es Nochebuena nomás, y ahí está Papá Noel que bajó por la chimenea a dejar los regalos. Vino aunque ella no haya mandado ninguna carta, tal vez sí, la mandó y no se acuerda, está allí, esperándola, con su bolsa roja llena de regalos.
La señorita Irene ríe y extiende los brazos y con una voz gorjeante dice: Querido Papá Noel, siempre te quise conocer, me quedaba espiando por si te veía y hoy te pesqué justito. ¿No te querés quedar a cenar?
Diego Aguilera se queda clavado junto al árbol y de un tirón se sube la barba. Qué hace esa vieja pirada*, cómo la dejaron sola en Nochebuena. No reconoce su propia voz, quizás camuflada por el algodón de los bigotes, que contesta: Claro que sí, nunca hay que despreciar una invitación.



©  Mirella S.   


Glosario
Changa: trabajo temporal.
Lucas/mangos/mosca: pesos, dinero.
Metejón: enamoramiento.
Estar en la lona: en mala situación económica.
Empilchado: vestido.
Bolonqui: lío, discusión.
Yeta: mala suerte.
Bolazo: mentira.
Chorro: ladrón.
Ranfañoso: miserable.
Pirada: loca, chiflada.



¡Felicidades y abrazos para todos!




lunes, 28 de noviembre de 2016

Una leyenda china



Hace un tiempo que estoy cuestionando mi falta de imaginación, es como si se hubiese evaporado de a poco. Cuando me ocurren este tipo de preocupaciones, a la corta o a la larga, algo puntual aparece para sacudirme.
En este caso fue un libro: La loca de la casa, de Rosa Montero. “La imaginación es la loca de la casa”, frase de Santa Teresa de Jesús.
Les voy a compartir un segmento. Montero dice:

Hay un cuento-emblema, un cuento metáfora que me gusta muchísimo sobre la capacidad salvadora de la imaginación. Trata de la pintura y no de la narrativa, pero en el fondo es lo mismo Es un relato de Marguerite Yourcenar titulado “Cómo se salvó Wang-Fô” y está inspirado en una antigua leyenda china.
El pintor Wang-Fô y su discípulo Ling erraban por los caminos del reino de Han. El viejo maestro era un artista excepcional; había enseñado a Ling a ver la auténtica realidad, la belleza del mundo. Porque  todo arte es la búsqueda de esa belleza capaz de agrandar la condición humana.
Un día Wang y Ling llegaron a la ciudad imperial y fueron detenidos por los guardias, que los condujeron ante el emperador. El Hijo del Cielo era joven y bello, pero estaba lleno de una cólera fría. Explicó a Wang que había pasado su infancia encerrado dentro del palacio y que, durante diez años, solo había conocido la realidad exterior a través de los cuadros del pintor. “A los dieciséis años vi abrirse las puertas que me separaban del mundo; subí a la terraza del palacio para mirar las nubes, pero eran menos hermosas que las de tus crepúsculos (…) Me has mentido, Wang-Fô, viejo impostor: el mundo no es más que un amasijo de manchas confusas, lanzadas al vacío por un pintor insensato, borradas sin cesar por nuestras lágrimas. El reino de Han no es el más hermoso de los reinos y yo no soy el emperador. El único imperio donde vale la pena reinar es aquel en donde tú penetras”.
Por este desengaño, por este amargo descubrimiento de un universo que, sin la ayuda del arte y la belleza, resulta caótico e insensato, el emperador decidió sacarle los ojos y cortar las manos de Wang-Fô. Al escuchar la condena, el fiel Ling intentó defender a su maestro, pero fue interceptado por los guardias y degollado al instante. En cuanto a Wang-Fô, el Hijo del Cielo le ordenó que, antes de ser cegado y mutilado, terminase un cuadro inacabado suyo que había en el palacio. Trajeron la pintura al salón del trono: era un bello paisaje de la época de juventud del artista.
El anciano maestro tomó los pinceles y empezó a retocar el lago que aparecía en primer término. Y muy pronto comenzó a humedecerse el pavimento de jade del salón. Ahora el maestro dibujaba una barca, y a lo lejos se escuchó un batir de remos. En la barca venía Ling, perfectamente vivo y con su cabeza bien pegada al cuello. La estancia del trono se había llenado de agua:
“Las trenzas de los cortesanos sumergidos ondulaban en la superficie como serpientes, y la cabeza pálida del emperador flotaba como un loto”
Ling llegó al borde de la pintura; dejó los remos, saludó a su maestro y le ayudó a subir a la embarcación. Y ambos se alejaron dulcemente, desapareciendo para siempre “en aquel mar de jade azul que Wang-Fô acababa de inventar”.

No crean que después de la lectura, mágicamente, volví a imaginar historias, pero me dio qué pensar. Algo más de Montero:

“Dejar de escribir puede ser la locura, el caos, el sufrimiento; pero dejar de leer es la muerte instantánea. Un mundo sin libros es un mundo sin atmósfera, como Marte”.


Si quieren leer entero el relato de Yourcenar, aquí les dejo el link.


https://proyectandoleyendo.files.wordpress.com/2010/09/como-se-salvo-wang-fo-marguerite-yourcenar1.pdf




Mis disculpas por no visitarlos, me urge un descanso.
Los saludo y abrazo ¡hasta prontito!





martes, 22 de noviembre de 2016

Golpeando a las puertas del cielo



No lo escuché por la radio ni puse el CD, pero hoy, de a ratos, mi cabeza fue taladrada por un tema de Bob Dylan que, con su voz nasal, se arrastra a lo largo de las notas y repite letánicamente el estribillo: Knockin’ on Heaven’s Door. Salvo algunas estrofas más, ésa es toda la letra, pero fue un himno para varias generaciones, la cantaron muchos de los grandes y tiene incontables versiones.

La escuché por primera vez cuando fuimos al viejo cine, donde pasaban las películas de “culto”, a ver Pat Garret & Billy the Kid, de Sam Peckinpah, un western, —género que nunca me interesó— y que, además, consideré larga y aburrida.

Él estaba contento de que la hubieran repuesto, ya la había visto y la juzgaba una gran película. En efecto, no parecía la típica película de pistoleros del far west: lenta, contada en un tono melancólico, el director se regodeaba en tomas no convencionales y la fotografía era espectacular. No me enganché con la historia y no me dormí gracias a la banda de sonido. En una escena clave, en la que un viejo sheriff va a morir a la orilla del río, la voz opaca, monótona, desafinada de Dylan, canta:

Momma take this badge off of me
I can’t use it anymore
it’s getting dark, too dark to see
feel I’m knockin’ on heaven’s door…

Años después encontramos el CD de la banda sonora de “Pat Garret…” en una enorme disquería por Broadway. Creo que lo gastamos de tanto escucharlo, con el imponente tema final cantado por Kris Kristofferson, el “Billy the Kid” de la película.

Cuando nos dejamos y él se fue, olvidó algunos de sus libros y CD, que todavía conservo en memoria de los buenos tiempos compartidos. De vez en cuando escucho el de Dylan susurrando esas baladas morosas, donde prima el sonido lánguido de la armónica, casi una voz más entre los otros instrumentos. Al llegar a la parte final, le hago coro a Bob, a pesar de que mi entonación es pésima:

Momma put my guns in the ground
I can't shoot them anymore
that cold black cloud is comin' down
feels like I'm knockin' on heaven's door…
knock-knock-knockin’ on heaven’s door…

Arriesgo un paso de baile y cada vez que escucho el tema percibo que yo también, desde hace un largo tiempo, intento deponer las armas conocidas para buscar nuevas, que hieran menos, especialmente a mí misma, y que estoy golpeando a las puertas del cielo, el cielo de adentro, el propio, el que me pertenece desde que nací y que voy desenterrando con el cuidado de un arqueólogo.

©  Mirella S.   — 2011 —




El texto es antiguo, sin pretensiones, apenas unos apuntes que no 
pensaba publicar. Me decidí después de que a Dylan 
le dieran el Premio Nobel de Literatura, algo con lo que no concuerdo demasiado: aparte de las letras de sus canciones, escribió solo dos libros. 
Aclaro que sí me ha gustado siempre como músico. Pero don Nobel no dejó en su testamento la orden de incluir un premio para la Música.

  
Es la mejor versión con buen sonido que encontré del tema.
No lo interpreta Dylan, tampoco sé el nombre del cantante o de la banda.
  

miércoles, 16 de noviembre de 2016

Mario




Aterricé con la cara contra el piso, como una torta caída boca abajo. Quince escalones y el cuerpo invicto, apenas un hilito flojo.

La vida puede cambiar totalmente debido a un hilito a punto de soltarse. Dicen que el libre albedrío no existe, por eso los hilos. Estoy condicionado, sin embargo, quiero volar, correr y de solo pensarlo me da vértigo.

¿Me habrá quedado bien la cara? ¿Por qué estoy constantemente triste? Me gusta jugar, no que me usen de juguete. Creo que no inspiro afecto, aunque los chiquilines me digan qué divertido, qué genial es Mario

Siento algo tibio que baja por la mejilla, la acaricia ¿será la tristeza que se licúa? Me doy cuenta de que piernas y brazos adquirieron autonomía de movimientos. En la rigidez de mi boca quiero que aparezca el dibujo germinal de una sonrisa.

Como colgada de una nube veo la escalera por la que resbalé. ¿Podré terminar de bajarla e irme? Dejarte sosteniendo los hilos, ahora que se cortaron. Que te quedes solo, en lo oscuro, como un dios sin creyentes, cada vez más lejano, pequeñito, con tu voz falsa, tus tirones bruscos, las reverencias forzadas, los saltos acrobáticos que me imponías y terminaban en torpes tropiezos. 

Si consigo levantarme ya no seré una marioneta.


©  Mirella S.   — 2016 —



jueves, 10 de noviembre de 2016

Ama(n)sar recuerdos



Le surge la necesidad de tomar algo caliente. Siente frío. Entra en la cocina y pone agua a calentar. ¿Té o café? Café, sin sombra de duda: una cucharadita del soluble. Vuelca el agua a punto de hervir en el jarrito y aspira, pero del líquido no se desprende ningún olor. No es como el que preparaba su madre en la cafetera express: el aroma se expandía por toda la casa.

Piera envuelve con sus dedos la loza entibiada del jarro y bebe un sorbo amargo. Se acostumbró a no endulzarlo. Mira el cielo sin sol, la aglomeración de nubes gélidas, arrastradas por un viento lleno de cansancio.

En medio de ese gris se ve correr, con sus flacas patitas de tero, por la casa de la infancia. Su madre la llama, le grita que se apure, hay que preparar las zéppole, es 19 de marzo, el día de San José. Una costumbre transmitida de generación en generación.

A ella no le gusta cocinar, no ha heredado el talento materno. Sin embargo, en esas ocasiones la ayudaba con la ilusión desesperada de que al compartir una tarea algo cambiase entre ellas, que no la viera como una mocosa problemática, como solía decirle. No tenían nada en común, su comunicación rengueaba entre baches y silencios. Piera le hablaba de los libros que había leído o que deseaba le compraran; preguntaba con ansiedad si le había gustado el dibujo a la acuarela del cuaderno. Ella, con expresión abstraída, manifestaba su fastidio por el aumento de la merluza o del pan.

Las zéppole eran unos buñuelos dulces, hechos con papas, harina, manteca, huevos, azúcar, ralladura de limón y levadura. Su madre amasaba los ingredientes, y después del reposo para que la masa leudara, los estiraba en largos rollos del grosor de un dedo. Allí Piera entraba en funciones, ocupándose de darles las formas que se le antojaban: rosquitas, palitos ondulados, ochos, trenzas. Una vez logró unir la masa en cinco pétalos redondeados, igual que una flor. El paso siguiente era freírlos en abundante aceite y por último, ya espolvoreados de azúcar impalpable, los acomodaba con esmero en una gran bandeja.

Ve la escena reflejada en el vidrio, como si tuviera la luz de una pintura flamenca que le da relevancia a ciertos detalles y oscurece otros. La relevancia de pequeños actos cotidianos en los que se puso expectativas. ¿Cuántos años tendría en la época de las zeppole? Habrá sido a partir de los cinco y antes de los once, porque entonces apareció la otra que, para conquistarla, preparaba los damascos en almíbar con un copito de mascarpone y chispas de chocolate, .

Su madre cambió al regresar del hospital, al cabo de una larga internación. Quiso acercarse, interesarse por sus dibujos y lecturas, pero algo en Piera se había congelado. Había puesto demasiada intensidad en ser tenida en cuenta. O porque la vio tan envejecida y débil que no la reconoció. Tampoco sabía que iba a morir ese año y en su interior le ha quedado una deuda que no puede saldar.

Meses después llegó la Segunda, como le decía para sus adentros, la de los damascos en almíbar, que en el recuerdo le suscita una pena acuosa. La que llegó para ayudar en las tareas domésticas, ocuparse de ella y al poco tiempo fue premiada con una alianza de oro.

Con los años la memoria camina para atrás e inventa, se vuelve elástica como el cuerpo de un acróbata, como el cuerpo de un pájaro.

En esta tarde turbia de nubes, de lo único que Piera puede estar segura, mientras bebe a sorbitos su café desaromatizado y amargo, es de cuánto le gustaban esos buñuelos.


©  Mirella S.   — 2016 —




viernes, 28 de octubre de 2016

Desde el balcón




Es mayo, los días se acortan, el aire se afina, cierro los vidrios. Por las noches ver las ventanas que se encienden me reconforta. Desde mi balcón veo la ciudad vertical que estira sus dedos hacia el cielo oscuro de los dioses, queriendo alcanzarlos con sus torres y antenas, en el afán de ser un ínfimo dios más. El cemento alberga secretos, culpas, protege a los recién nacidos o los desampara, a las que amamantan o aquellas con los pechos vacíos. Protege; también abandona, sacrifica.
La ciudad: con tantas historias como tantos ojos abiertos o cerrados contenga. A solas, en el balcón, las conjeturo para distraerme y no pensar en la mía. Sin embargo, alguna vez cierta tecla se dispara, el corazón late veloz, la garganta se obstruye y pienso que la vejez por fin vendrá, entonces estaré a salvo de las nostalgias que todavía no pude desterrar. Los años me cubrirán con su manto de cenizas y lo que me reste por vivir se deslizará sin ansias.
Tampoco es seguro que eso ocurra. He tenido demasiados deseos en estos treinta y cinco años. Ignorarlos es una mala táctica, resurgen en los sueños, en momentos impredecibles: chispas que se escapan de una esperanza aún indómita.
Para olvidar mi historia, absorbo las que mis alumnos me participan. Ven en mí a alguien confiable, que no juzga, escucha y no interfiere con anécdotas personales. No podría, lo único que quiero es suprimir de mi memoria aquellos tres días abominables.
Y para eso tengo que borrar mi vida, como si hubiera nacido hace un año, cuatro meses y quince días, porque al rememorar las buenas épocas, ineludiblemente, algo tenebroso se cuela en el recuerdo y caigo en el horror de lo ocurrido.
Para ciertos actos infames —ese acto infame—, hay que inventar palabras, sonidos, no se lo puede nombrar sin quedar destrozada. Si me asaltan esas imágenes improviso onomatopeyas con muchas consonantes, cuya pronunciación termina siendo un gruñido. La vez siguiente tendré que buscar nuevas porque olvido el orden de las letras. Esto ocurre después de una pesadilla, cuando las escenas vuelven a repetirse.
La ciudad quedó afuera, la miro desde el balcón, mientras espero a mis alumnos con sus historias o, por las noches, las que imagino detrás de cada ventana. 
Pía, a quien doy clases de refuerzo, una tarde me dijo: la felicidad tiene el sabor de las frambuesas, y sus ojos estaban iluminados, igual que las ventanas nocturnas. Mordí esa pequeña porción de fruta que ella me brindaba y algo se me dulcificó por dentro.
Liria es el nexo entre la ciudad y yo; me trae todo lo que necesito. Dejé de extrañar las caminatas por calles arboladas, los cafés de las librerías, los reflejos líquidos en el asfalto después de la lluvia, ir a un recital o a mis cursos de pintura. Al principio mitigaba esas nostalgias convenciéndome de que me salvaba de los empujones, las largas filas, la basura acumulada en las esquinas, los bocinazos, mirar por encima del hombro con desconfianza.
Sí, he resignado mucho, detuve un engranaje y una parte de mí funciona en automático, da clases, escucha los relatos de los alumnos, mira la ciudad, cuyas luces opacan las estrellas. No hay nada más desvaído que el cielo urbano.
Cuando me encontraron en la zanja y volví a la realidad, mi primera conexión fue con el cielo negro, regado de mercurio como solo se ve en el campo. Me sentí cubierta por ese sayo frío, impersonal, que no se espantaba por mis laceraciones internas y externas. Ese contacto, creo, me permitió seguir viviendo, me preservó de las miradas de lástima, de las preguntas torpes, del dolor por no haber muerto, por ser mujer y sentir una vergüenza que no me correspondía.
El otoño progresa y —a pesar mío— voy ingresando en la añoranza de los proyectos truncos, de un amor que llega, de las menudas alegrías cotidianas. Leí una vez que la infelicidad es la expresión del miedo.
Quizás en el recogimiento natural del invierno intente nombrar lo innombrable como una forma de purificación de lo que fue ensuciado, consiga restañar lo que ha sangrado tanto  y —definitivamente— logre pronunciar esas palabras en voz alta. Por las que sufrieron lo mismo, por mis estudiantes. Sobre todo por mí.



©  Mirella S.   — Noviembre 2012 —




martes, 25 de octubre de 2016

Un mimo para Arantza




Hice este video con un poema de mi querida amiga Arantza Gonzalo Mondragón, como una acaricia al alma para estos momentos problemáticos que está atravesando.




Buscando el azul



Hay gente que pasea el cuerpo
y gente que pasea el alma.
Unos corren por los andenes
para no perder el tren de la primavera
mientras otros esperan a que el invierno les estalle.
Hay corazones que guardan billetes caducados
en el fondo de un violín de tiempo,
buscando un amor
que les robe la memoria
y así olvidar la soledad
que borró días en el calendario.

Quizás debamos restar a las estaciones
los minutos en que las flores salen,
arañar los perfumes y los colores
dentro de un universo imaginario,
esperar que regrese del baúl escondido
el impulso definitivo hacia azules más intensos.

Puedo perdonarlo todo,
excepto que no me quieran.



©   Aranzta Gonzalo Mondragón
©  Mirella S.   — 2016 —







miércoles, 19 de octubre de 2016

Los sonidos del silencio



Clac clac clac, el goteo de la canilla y el pulso del reloj son isócronos a mi ritmo cardíaco. En la quietud de la habitación escucho los crujidos de un mueble, las gárgaras de la cañería del vecino de arriba, el roce satinado que mi mano provoca sobre el papel. El silencio absoluto no existe.

Sin embargo, lo persigo y entro con cautela en el feudo de mi mente para que no se distraiga con el desplazarse del minutero ni se detenga en la sutil llovizna de mi inercia, en el suspiro por la limitación que me imponen las palabras.

Tampoco lo encontraré en medio de un campo, en el desierto, en lo que imagine como la nada misma. Se producirán sonidos casi inaudibles pero existentes, que mi oído siempre alerta, captará. El aleteo de una libélula, el deslizamiento de un granito de arena, el arrastrarse furtivo de un alacrán, el aire que tose en un soplo repentino de céfiro.

La vida brota por entre los resquicios del silencio, lo desgarra con sus rumores, se aloja en los cuerpos, en el cerebro con su run run incesante de ideas, imágenes. Yo nunca pude vaciarlo como hago con la papelera, dejarlo en blanco. Cuando lo intenté, aparecieron matices fulgurantes, flashes de escenas como de películas, incluso ecos de canciones.

No puedo esperar que todos los sonidos se apaguen para no dispersarme y rastrear el camino que me conduce a las palabras. Aunque no las encuentre, ellas están ocultas en el acto del amor, en el interior de los latidos, en una risa que se eleva como un pájaro de plata. Surgen en el germinar de una semilla o enmudecen ante el pavor lisérgico de una mirada. 

El silencio absoluto es la muerte.


©  Mirella S.   — 2016 —                                                                                         




miércoles, 12 de octubre de 2016

Limpieza



Imagino la cara de disgusto de Olivia cuando se entere de que Mercedes no vino y vea los vidrios del living manchados por la lluvia. Esta mañana cayó un diluvio. El viento, enardecido, tiraba el agua a baldazos en el balcón, que quedó como un pantano: una mezcla del hollín de los autos y el cemento del edifico que construyen al lado. No tuve la precaución de bajar las persianas, no quiero estar a oscuras si puedo mirar la lluvia resguardado en mi escritorio. Me produce placer, no me importa que los vidrios se mojen.
Seguí escribiendo mis artículos; alrededor de las once hice una pausa para prepararme un café. Por la hora Mercedes ya no iba a venir, vive en el culo del mundo, toma un colectivo hasta la estación del tren y el subte en Constitución. Hace bastante que trabaja en casa y me doy cuenta de que sé poco de su vida. Tiene varios chicos y el marido está enfermo de un mal raro y es él quien los cuida.
A veces me da lástima verla con esas ojeras, me levanto, le hago un café con leche y agrego una generosa porción de budín con nueces. Ella se pone colorada y siempre me dice no se hubiera molestado, señor. No me molesta; necesito un recreo de media mañana y a Mercedes algo caliente en el estómago le va dar un poco de energía, meta franelear muebles, frotar vidrios, porque no debe quedar ni la más ínfima mácula.
Si el tiempo está bueno me voy al bar de la esquina, mientras ella limpia el escritorio. No me llena la cabeza con sus problemas, que son serios, como hacía la que venía antes, de la que ya ni me acuerdo el nombre.
Olivia es una obsesiva y cuando está en casa revisa todo lo que hace Mercedes, pasa el dedo por los muebles y no perdona la mínima mota de polvo. No entiendo por qué quiere que todo reluzca como un espejo si al otro día aparece ese velo opaco que nos deja el polvillo de la construcción. Nada puede quedar fuera de sitio y a mí, honestamente, cierto desorden no me incomoda, da más sensación de hogar; cuando está tan pulcro me parece que habito en la casa de una revista de decoración.
Menos mal que ahora Olivia tiene que ir más seguido al estudio y hay mañanas en las que se va, así Mercedes puede trabajar sin la presión de los gestos de Olivia, que no es de recriminar, hay que reconocérselo, pero pone caras: ladea la cabeza, entrecierra los ojos, frunce los labios pulposos y después los mete para adentro y le queda una línea taxativa que, a mi juicio, es un gesto más demoledor que un reproche. A veces vuelve a limpiar sobre lo impecable, saca telarañas imaginarias de los cielorrasos, dobla el diario por su doblez original, le da palmadas al sofá, como si el tapizado (que cambió hace un mes) hubiera absorbido toda la tierra de la ciudad.
Olivia, te tendrías que haber llamado Olimpia, le digo en broma. Ella se ríe mientras repasa con la gamuza la mesita ratona. Conmigo no se molesta por mi desprolijidad, se me ocurre que lo agradece, porque así tiene una excusa para ir y venir, no se puede quedar quieta.
En cambio yo soy un perezoso, en cuanto termino con los escritos me tiro en la cama, escucho música, leo o dejo vagabundear la mente. También me gusta mirarla, el modo en que va y viene, levanta algo, guarda un libro, pasa la aspiradora, metida en ese universo inalcanzable, del que estoy excluido. Ya no le pregunto más, sé que tiene que ver con su familia, a la que nunca conocí, la criaron unos tíos, el padre se fue o se murió. O la que se murió fue la madre, se me confunde la historia; la única vez que conseguí abordar el asunto le tuve que sacar unas frases con tirabuzón. Sé que con los tíos terminó peleada, la tía le dijo que se fuera y no los vio más. Algo pasó que le ensombreció la vida.
Hablamos poco entre nosotros, no es que seamos personas calladas o nos falten palabras. Yo vivo de las palabras que escribo. Cuando nos juntamos con amigos somos muy sociables, siempre proponemos temas. Tampoco creo que esté mal que no nos comuniquemos cosas, me parece que tenemos otro entendimiento que está más allá de lo verbal. Pesco al vuelo si está triste o de malhumor o si le ocurrió algo grato: lo emana, su cara es un libro abierto para mí; o sus manos, si las crispa, si tamborilea en la mesa, si las deja laxas sobre las rodillas, si las ocupa para limpiar desaforadamente.
¿Qué querrá limpiar? ¿Hubo algo que la ensució? A qué se debe el ansia por mantener todo en su lugar, controlar el caos. Sí, hay muchas cosas que no sé de ella. Me atrae su enigma, no quiero quebrarlo con cosas dichas, que después no se pueden borrar y quedan ahí como un peso muerto que hay que sostener y del que no te librás más. Mejor no saber secretos destructivos, uno los intuye, forman parte de nuestra vida, para qué sacarlos a la luz, despertar a la bestia que dormita en el fondo.
Estamos bien así, nos miramos a los ojos y sabemos de ese sedimento oscuro, aunque no esté explicitado en palabras, nos sonreímos, el amor es dulce o salvaje, según los ánimos. Y cuando ella no está, dejo el toallón en cualquier parte, el espejo salpicado, la colcha con arrugas, el escritorio que hierve en el desorden de carpetas, en el revoltijo de papeles, libros apilados, que crecen como árboles desde el suelo. Siento que tengo dos casas, dos historias, la propia y la compartida.
Ya es la una, paró de llover, quedó un cielo gris, aburrido de lluvia. Mercedes no vino. El balcón está todo enchastrado y detrás de los vidrios el panorama se desvanece como un tul. Esta tarde, cuando Olivia regrese, va a tener mucho para limpiar. Percibo que cuando limpia es como si rezara, la cara se le distiende, se siente segura, protegida de recuerdos que duelen.


©  Mirella S.   — 2012 —




miércoles, 5 de octubre de 2016

Divagues sobre un objeto no identificado

Imagen de Ilya Rashap


Puede ser una infinidad de cosas, algo inútil para nuestro mundo utilitario o un objeto imprescindible, con una función que desconozco. Cayó en la palma de mi mano desde el enigma de una bolsa de papel madera que dejaron en la puerta del departamento.
Debo confesar mi perplejidad y desilusión. Lo miré desde todos los ángulos, lo abandoné en una repisa y continué con mis ocupaciones habituales. Al otro día lo metí en el bolsillo de la campera y lo llevé a pasear. Cada tanto lo miraba, pero seguía sin transmitirme nada.
—Me estás complicando la vida —le dije. 
—Tampoco es para tanto —me contesté—, empezá a describirlo, a vos te gusta y te sale fácil desvariar —volví a decirme.
Era un artilugio pequeño, de metal oscuro, con forma de pera, soldado a una base redonda y plana, en cuyo centro se incrustaba un anillito de hierro.
Por la semejanza se me ocurrió que podía ser el chupete de un mini robot japonés, al que intentaban fomentarle las emociones de un infante. Le ponían el adminículo para calmar el hambre de contacto, la ansiedad de no tener madre.
—No pienses más tonterías —me dije—. Sin embargo, me pareció que gracias a ese disparate se me abría una nueva dimensión: el chirimbolo* podía ser lo que yo quisiera. Y eso me estimuló. Tenía carta blanca para imaginarle una procedencia, una historia, hasta una finalidad.
Me arremangué, miré hacia el techo, mordí concienzudamente la punta de la birome, estuve relojeando* un rato al pendorcho* y esperé. 
Al observarlo de frente tuve la impresión de un ojo negro, pongamos un ojo de ébano, con una pupila plateada, tal vez de zirconio o de un material aún no descubierto, con propiedades curativas. Si se frota ese punto, como si fuera la lámpara de Aladino, se separará en dos partes y saldrá una antenita para medir el aura, detectando turbiezas, poca energía vital, enfermedades. Ya con el diagnóstico hecho, se vuelve a guardar la antena, se sostiene el artefacto por el aro, se lo desliza a lo largo del cuerpo del sufriente y, como si fuese una goma, se le borran las malas ondas.
Su forma también me sugería la de un anillo, con una gran piedra abovedada, imposible de usar en nuestros medios de transporte sin dejar tuerto a alguien. Por lo chico del diámetro de su aro, entraría solo en el meñique de un niño. Le adjudiqué un origen inmemorial, no del mundo tangible, sino ligado a ciertos seres mitológicos, con manos de dedos tan finos como barritas de incienso. El engarce contenía un trozo de obsidiana proveniente de un volcán extinguido por las aguas del océano en eras primitivas. Lo forjaron magos orfebres, con la condición de que no traspasara el umbral del mundo habitado por aquellos seres longilíneos y espirituales. Si eso ocurría, el anillo perdería sus virtudes convirtiéndose en el cachivache* anodino que encontré.
Podría seguir y atribuirle los antecedentes que se me ocurran, aplicarle usos elevados o nefastos, construir toda clase de anécdotas delirantes, pero, al fin de cuentas, siempre me quedará la pregunta existencial: ¿para qué carajo sirve? Además de la enorme curiosidad de saber quién lo dejó en mi puerta y porqué.


Mirella S.  —2011—                                                                   


Glosario

Chirimbolo o pendorcho: objeto de forma extraña o complicada que no se sabe cómo nombrar. 

Relojear: mirar, observar.

Cachivache: objeto, generalmente de escasa utilidad, al que se concede poco valor.