En cuanto el sol hacía su
primer guiño detrás de las colinas, ella iba a caminar por el bosque.
Tenía dos misiones: recolectar
semillas y curar con la palabra, algo extraño en ella, que
casi nunca hablaba.
Las palabras eran sagradas.
Había que utilizarlas con sabiduría, podían confundir o lacerar como puñales. También
eran semillas.
Los del pueblo la miraban
pasar, murmuraban “pobre loca” y reían.
Pero ella cobijaba en la
palma de la mano un pájaro con el ala herida y pronunciaba frases breves,
sanadoras. El corazón del pájaro se aquietaba y abría el pico en un
canto de gratitud.
Pálida como el
amanecer, frágil como una caléndula, lo alimentaba con un puñado
de alpiste y lo devolvía al cielo.
No curaba a los hombres ni
a las mujeres, estaban demasiado llenos de palabras. Si a los niños pequeños. Ellos
estaban aún incontaminados.
Iba poco al pueblo en el
valle, prefería quedarse en las laderas arboladas, buscando palabras viejas y
semillas nuevas.
Es un microrrelato que publiqué cuando abrí el blog
y que ahora convertí en un video... para despertar al niño interior.