martes, 21 de octubre de 2014

Corazón tachado




Durante el viaje que fue su salida al mundo —que Abril imaginara como los pasos de un tango surrealista—, justamente en ese viaje, unos ojos le tacharon el corazón con su tinta azul.
Entonces ella dibujó dos signos de interrogación, rojos y algo chuecos, que no la llevaron a ninguna respuesta o certeza. En el medio de esos signos se extendía un vacío, era una pregunta huérfana de palabras: no supo cuáles ponerle.
Puedo inventar una fábula como la cultura de este mundo me ha enseñado. O empezar un diario:
“Querido  diario,  hoy  es  el día  en  que  a mi  corazón  lo  tacharon  sin  lástima…”
O anotarse en corazonesdespreciados.com. Otra opción sería decorar su dormitorio en tonos celeste, pintar en el cielorraso  nubecitas blancas, acostarse boca arriba con el vestido de la fiesta de los quince y quedarse observando las mutaciones de las nubes, a la espera que los años la momifiquen o, simplemente, que el caballero de la muerte le proponga matrimonio y la lleve a su palacio de sombras. O (por qué no) arriesgarse a un nuevo viaje, provista de una fibra bien gruesa y ser ella la que se dedique a tachar corazones.
Tengo varias posibilidades, no es necesario que me apure, es preferible permanecer quieta, total es la vida que se encarga de mover las fichas y pegarte el sacudón.
Un día, en alguna esquina metafísica, ocurrirá el topetazo con lo inesperado y las piezas del ajedrez caerán de golpe, reubicándose para una nueva partida. Quizás vivir consista en no albergar expectativas, borrar las tachaduras que se acumulan en el corazón y dejarse sorprender por el próximo juego, con la libertad y la ingravidez de una libélula.
El signo de interrogación vuelve a formarse ¿pero cómo se logra eso? Ahora contiene una pregunta concreta, que tampoco le da respuestas. ¿Se me revelará alguna vez?
Quizás en un sueño, que probablemente Abril olvide en cuanto despierte y que nunca terminará de descifrar. O si abriera sus oídos en una tarde rasgada de cigarras y pudiese captar el mensaje en la monotonía de sus voces. Quizás en el tintineo de la lluvia que gotea en el balcón. O si entendiera el idioma de las hojas secas al ser quebradas por sus pies y que, con el último suspiro crujiente, le dieran un indicio.
Deberá estar atenta a cualquier señal, organizar un estado de sitio de sí misma.
De inmediato le surge una duda: ¿pero si estoy tan pendiente de pescar la revelación no desatenderé otras circunstancias? ¿Y si no veo los carteles que me pueden conducir a una calle fulgurante de actividad y acontecimientos prodigiosos, mientras me quedo embobada en una única pregunta y en potenciales “y si… o… quizás…” que podrían suceder, pero aún no han sucedido?
Abril piensa que todo este asunto es como pretender atrapar burbujas: son meras ilusiones que de pronto estallan, dejan en el aire un leve rocío y un desencanto enorme, porque ella creyó que había alcanzado su verdad.
¿Cuál verdad? Ya no se acuerda, se extravió en un laberinto de pensamientos que la arrastraron hacia el incierto territorio de los interrogantes. 
Le parece recordar que ese torbellino de disquisiciones comenzó porque, en algún viaje remoto, la tinta azul de unos ojos le había tachado el corazón.

©  Mirella S.   — 2011 — 



Imágenes sacadas de la Web




lunes, 13 de octubre de 2014

Marasmo


Sobre una historia real que me contaron...


Naciste antigua, sin candor,
de un acto sacrílego,
 tu cabeza asomó carente de esperanzas
bajo la luz sucia de telarañas.

Una noche húmeda de octubre
te dejaron en el banco de una plaza
y el rocío lamió tu cuerpo desnutrido.

Tenías la piel rencorosa
de quien no recibió caricias,
ante el menor contacto se erizaba
en un resguardo de alambre de púa.

Las aguas abúlicas de un río color arcilla
declinaban por tus ojos,
llorabas tenuemente
con gemidos de gatita guacha.

Los días te modelaron en un material lánguido
 que se deshacía en las manos
de las mujeres de blanco.

Ellas trataron de cobijarte
pero ninguna pudo alcanzar tu alma
guarecida en la boca sin teta.

Nunca tendrás un nombre
no dirás madre
ni la risa te desarrugará la cara.



©  Mirella S.   — 2014 — 




Marasmo: es un síndrome que se manifiesta con perturbaciones físicas, psíquicas y emocionales en niños recién nacidos que fueron abandonados por su madre y entregados a hospitales o instituciones. Reciben muy poca o ninguna afectividad y ya en el tercer mes manifiestan rechazo al contacto, insomnio, pérdida de peso, tienden a contraer enfermedades, retraso motor y rigidez en la expresión facial.
El porcentaje de mortalidad es alto, el deterioro es progresivo en proporción a la cantidad de tiempo de carencia.

                                                                                  
Foto de Esteban Leyto





martes, 7 de octubre de 2014

El hada mariposa




Habitualmente el clima en casa era similar al de un miércoles de cenizas: cada uno parecía que llevaba una cruz gris marcada en la frente. Las fiestas, los cumpleaños, pasaban desapercibidos. Si por alguna razón contra natura de nuestras costumbres se festejaban, una hecatombe —interna o externa— desbarataba el escaso entusiasmo puesto en el acontecimiento.
Las fiestas de Navidad y Año Nuevo eran las más catastróficas. Algún duende cruel y malhumorado debía filtrarse en la casa y propiciaba malentendidos, discusiones estériles y terminábamos siendo títeres de su malicia.
Pero yo de chica tenía ilusiones a prueba de tempestades y terremotos. Esperaba con el alma titilante que ese año en vez de medias y bombachitas, Papá Noel o los Reyes me trajeran la muñeca deseada o los bloques para construir edificios. También creía que en algún momento mi padre iría a cambiar su expresión adusta, que se le borrarían las sombras de la cara, diría palabras que irrumpieran en la hosquedad de sus silencios y pudiera mostrarse feliz por un rato. O que mi hermana mayor no me viera como una molestia o una pelusa que se le adhirió al vestido.
Por eso cuando dijo que me iba a llevar al centro para ver a los Reyes Magos, sentí que ese enero sería inolvidable. Vivíamos en el barrio de Liniers, tomamos el colectivo y después el subte de la línea “A” para ir a Gatichaves, un modesto anticipo de los actuales shoppings. Yo tendría a lo sumo cinco años, una salida al centro significaba una excursión extraordinaria y esa vez pude conocer el lugar poco antes de que lo cerraran.
A mi hermana no la veía mucho, trabajaba en una fábrica en Morón y tenía que levantarse a las cinco de la mañana. Sin embargo ese sábado pintaba distinto, a pesar de la sensación de ahogo que me daba caminar por la calle Florida, desacostumbrada a estar en medio de tanta gente de la que sólo veía zapatos, ruedos de polleras, pantalones. Si miraba para arriba todo ese remolino me daba vértigo.
En Gatichaves hicimos una cola larguísima hasta llegar, en medio de una atmósfera de misterio, a unos pasillos interiores penumbrosos que desembocarían en la gran gruta donde los tres Reyes iban a recibir a los niños. Los corredores estaban decorados como si fueran desfiladeros rocosos flanqueados por árboles. Cada tanto un señor con turbante y barba nos alentaba a preparar nuestros pedidos.
Yo ansiaba la muñeca que hacía pis, la había descubierto en la revista Billiken, venía en un kit con mamadera y un juego de pañales. No sé si la quería en esa particular ocasión, sí recuerdo que por esos años mi deseo sólo apuntaba a esa muñeca.
Seguimos caminando lentamente hasta que el pasillo se ensanchó en un área bien iluminada, con una pared blanca en la que se movía algo. Se produjo un desorden y hubo grititos de asombro por parte de los chicos y sus acompañantes.
La cola apenas avanzaba, por fin me tocó el turno y pude apreciar el objeto de tanto jolgorio: era una mariposa gigantesca apoyada en la pared, con reflectores resaltando sus alas que abanicaban el aire viciado. Cuando estuve delante de ella un espasmo de terror me estrujó la panza. De la pared, y por entre las alas, asomaba la cabeza de una mujer, que se movía de un lado para otro con los labios rojos sonrientes.
No tenía cuerpo. Me paré en seco y grité (olvidada de mi habitual timidez, el espanto era más fuerte): le cortaron la cabeza y se la pegaron en la pared. Mis gritos, mis pataleos, el hipo, consecuencia de querer hablar a través de las lágrimas, hicieron que la cabeza girase hacia mí con su sonrisa roja y me dijera algo así como que no me asustara, que ella era el hada de las mariposas.
Eso fue peor: además de no tener cuerpo, también hablaba. Incrementé los aullidos y el zapateo. Mi hermana, muy nerviosa, me tironeaba del brazo, asegurándome de que todo estaba bien, pero a mí no me convencían así nomás. De modo que apareció el barbudo de turbante que, severamente, indicó que debíamos continuar, estábamos causando un alboroto que demoraba la circulación.
La cabeza me seguía hablando y me pareció que las alas habían acelerado su vaivén, como si quisieran despegarse de la pared para perseguir a esa aguafiestas, caprichosa y cagona, que no entendía nada del espíritu mariposil ni de la magia de su reina.
La cuestión es que con mi escándalo fui el centro de las miradas de reprobación de los presentes. Entre el barbudo y mi hermana me arrastraron del lugar y me metieron otra vez por el pasillo oscuro que conducía a la gruta de los Reyes.
Mis pataleos y chillidos no cesaron: quería irme. Prefería el bosque de zapatos y piernas urgentes de acción de la calle Florida —por lo menos arriba estaba el sol— que este tenebroso pasaje de pesadilla. Pero no podíamos salir de la fila, el pasillo era demasiado angosto y retroceder hubiera provocado un caos mayor. Así que continuamos, yo llorando a moco tendido y mi hermana tratando de calmarme, con escaso éxito, con la promesa de que pronto vería a los Reyes Magos. Qué Reyes ni que ocho cuartos, mi único deseo era salir de allí y que mi hermana me comprara un helado de chocolate y limón.
La cueva de los Reyes era enorme; en ese entonces todo era desmesuradamente grande para mí; había un caminito por el que podían ir dos chicos a la vez y en el fondo estaban los tres soberanos en sus respectivos tronos, emperifollados en capas con brillos y sudando la gota gorda, sin un mísero ventilador. Le pegué un tirón a la pollera de mi hermana y le dije que no tenía nada que pedirles y que nos fuéramos rápido. Los miré de lejos: el que más me gustó era totalmente negro; otro, con una barba blanca, era gordo y se parecía a Papá Noel.
Por fin salimos de allí. Bajamos por unas escaleras y llegamos al sector infantil, con mesas y vitrinas colmadas de juguetes y ropa. Mi hermana me pidió que me quedara mirando unos animalitos de felpa mientras ella iba a comprar algo.
Me enamoré de la jirafa amarilla y marrón, hasta me animé a acariciarla. No había nadie vigilando y le conté en voz baja mi desafortunada experiencia con el hada mariposa. La dejé en su lugar, junto a un oso panda barrigón, cuando vi que mi hermana estaba yendo hacia la caja a pagar. También noté que en la mano llevaba una bombachita rosa, con puntillas.

©  Mirella S.   — 2012 —



Fragmento  de  una   pintura  de  Igor  Belkovsky