martes, 24 de junio de 2014

Apuntes en hojas perdidas (III)


Foto de Mariska Karto


Soliloquio

Sabrías decirme a qué recurso apelar cuando descubrís que algo se extenuó. El espejo te devuelve un poco ojerosa, con la boca más asténica, pero comprobás que los cambios no son tan visibles.

O qué hacer cuando al doblar una esquina estás desorientada y aunque reconozcas la calle, los negocios, alguna cara, sentís que el mundo es incomprensible, igual que si vinieras de una nebulosa desconocida. No tolerás los ruidos y la hostilidad circundante resulta densa como una montaña de escombros.

Cómo proceder si al asomarte por la ventana tenés la impresión de que la infinitud del cielo se te metió adentro y sos un estuche sin contenido, que comienza a disiparse. Lo único que subsiste es la percepción de inexistencia.

La nada no se siente a sí misma, ni sabe que no es, o que es el agujero del vacío absoluto. En cambio, sos consciente de tu estado actual.

Será que siempre viviste en blanco o negro y no soportás esta supervivencia de helecho. Es cierto, te sentís sola y no por falta de personas. Desde tu nacimiento fue así. Quedaste olvidada en la frialdad de la balanza hasta que una enfermera te envolvió en una mantita y te llevó a neonatología. 

—Estamos en una situación de emergencia, hay poco personal —le comunicaron a tu padre.

Tal vez por eso hay períodos en que el invierno te alcanza y congela hasta el dolor. El espíritu yermo de la soledad, murmurás, y tu voz es un vidrio escarchado que se quiebra en astillas, sin lágrimas. No hay nadie, ni lo habrá, que te acompañarte en esta búsqueda.

Varias veces traspasaste los campos de la muerte, comiste de sus frutos amargos y te pareció habitar una jaula vacía. Te aferrabas a los barrotes oxidados que eran el sostén de tu vida.

No hay más que silencios y oquedades. El amor es puro anhelo y la esperanza es un pájaro gris, que desaparece en el crepúsculo punteado de grillos.


Sabrías decirme.


©  Mirella S.   —Junio 2014—







martes, 17 de junio de 2014

Seducción




Atado al mástil, imposibilitado de moverme, escucho su canto y me abandono al hechizo. Solo logro sostener entre el índice y el pulgar un trozo de carbón y escribo en mi muslo desnudo las sensaciones que me provocan.
Veo a esas mujeres-pájaros que se agazapan entre las rocas, rodeadas por los cadáveres de mis predecesores y comprendo que no puedo renunciar a escucharlas. Soy un hombre que quiere saber, incluso lo que no debe.
El dios del viento retiene su soplo, es como si nos estancáramos en el silencio del agua, que permite apreciar cómo ellas, musas de las evocaciones, cantan las hazañas de los héroes y mi propia gloria.
El canto no tiene palabras, no las necesita, las voces emiten sonidos límpidos que me envuelven en anillos de luz. En su musicalidad percibo las olas del mar, el modo en que se aceleraban en los tiempos del desembarco. Hablan —sin hablar— de la sangre vertida en las batallas, del chasquido de las espadas rotas contra las costillas, del fervor en las venas. Vuelvo a oír el grito líder que azuza a los soldados, el estertor de los moribundos y huelo el miedo, que se pega viscoso bajo nuestros pies.
Ellas cantan la astucia de la estrategia final, la victoria, los que fueron ejecutados y los prisioneros. Cantan el regreso, este anhelo de hogar, el reencuentro y el preludio del amor.
También relatan el futuro, el lugar que ocuparé en la historia de los hombres cuando ya esté muerto. Estoy suspendido entre dos mundos. A pesar de las precauciones, me seducen, erotizan y percibo en la carne el despliegue de la virilidad.
Inútilmente grito para que aflojen las cuerdas y me liberen. Músculos y nervios pugnan por alcanzarlas y mitigar sus soledades —o la mía— con mi cuerpo, del que rápidamente no quedará más que huesos anónimos, mezclados al de tantos navegantes desprevenidos, muertos por osar seguirlas.
A medida que me entrego, pierdo la identidad de hombre libre de la que siempre he presumido. Quisiera pertenecerles y que no me abandonen jamás. Ya no importan los que esperan mi regreso, ni el cetro ni la cordura, solo tengo este anhelo que proviene del inframundo.
Cuando vuelva no seré el mismo —escribo con dedos que tiemblan—, no después de haberlas escuchado. Aunque recobre todo lo que me pertenece, algo en mí quedará vacío, aquello que arrebataron con su canto.




©  Mirella S.   —Mayo 2014—







miércoles, 11 de junio de 2014

Desatanudos


Foto de Mirella S.



 Quedaron atragantadas
hechas un nudo
y yo quiero escupirlas
 vomitarlas
partirlas en sílabas desquiciadas.

Que de rabia y dolor
se deshilachen las onomatopeyas
en una procesión
de gorgoteos sin sentido.

Que salgan impunes
equívocas 
inocentes
amargas insumisas
y liberen mi garganta para el grito
desgarrado.

Que incisivas te alcancen
y suelten las amarras de horas asfixiadas.

Que le rece a la Virgen de los Desatanudos

susurran los devotos.

Me niego con los ojos

porque no creo en vírgenes
sino en la castidad
de ese cielo estrellado.

©  Mirella S.   —Mayo 2014—
     






miércoles, 4 de junio de 2014

Samsara





Ahora puedo afirmar que esa noche el destino me interceptó el paso y me desvió por sendas inesperadas. Cuando la que me engendró, torciendo la boca, me dijo aquella frase bastarda, me apoderé de su desamor y lo hice mío. Fue el último insulto que soporté y al no darle salida a mi violencia, enloquecí.
No fui capaz de admitir que la hubiese matado. Mi odio era una olla de aceite hirviendo y si lo derramaba habría muerto con ella. Desde que recuerdo siempre me miraba con desprecio y asco, como se mira un excremento.
Cosí la locura en mis hombros y durante ocho meses estuve doblegada por un interregno de sensaciones amorfas.
En el período de la internación, pese a los sedantes, tenía sueños: soñaba con ruedas. Fueron mi salvación. En los momentos de lucidez intenté descifrar qué significaban. Con voz aletargada describía los sueños al terapeuta que se presentó al final de una tarde. Marcos, dijo casi en un susurro y me tendió la mano.
Él anotaba prolijamente mis palabras en un cuaderno con espiral. Cada tanto sus ojos se alejaban de los renglones y por encima de los lentes sobrevolaban algo que estaba más allá de mi cabeza, acaso buscando respuestas que no tenía.
Al despertar lo primero que recordaba eran las ruedas, igual que si estuvieran en la habitación y las viese. No soñaba con mi madre o con otras personas y el médico tampoco me hacía preguntas sobre el motivo de mi permanencia allí, ni indagaba en los sentimientos que me condujeron a esa situación. Parecía estar tan interesado en las ruedas como yo.
Le conté de una que en el centro contenía tres animales insensatos (esa fue la palabra que usé): un gallo, un cerdo y la serpiente. Él masculló: orgullo, ignorancia e ira. Después me preguntó cuál de ellos había visto con mayor nitidez. La serpiente, contesté. Ira, repitió, y lo percibí complacido. Antes de levantarse dijo: samsara y asintió para sí, distraídamente.
Vio mi expresión de desconcierto y me aclaró que yo había soñado con la rueda de la existencia que representa el ciclo de la vida, muerte y renacimiento. Pronto me sentiría mejor, agregó.
Si volvía a soñar con ruedas debía fijarme en el número de ejes.  Siempre son ocho, respondí categórica. Dos meses más, enunció, enigmático.
Noté que empezaron a disminuir la medicación y de a poco recuperé cierto equilibrio interno, un sentimiento benigno, parecido a la serenidad.
El sueño de la rueda con los tres animales no se repitió, pero durante varias noches por mi territorio onírico rodó una, estilizada, con forma de loto.
Él sonrió por primera vez y con esa voz de arpa, dijo: es el nacimiento por encima de las aguas enfangadas.
Con la rueda de oro afirmó que estaba recobrando el poder sobre mi espíritu. Y cuando soñé una alada, que giraba vertiginosa, expresó que mi tiempo había llegado. Esa fue la última sesión, unos días después obtuve el alta.
No regresé a casa, que representaba un depósito de desperdicios en el fondo de mi memoria. A ella no la vi más. Una sola noche la soñé, acostada en un ataúd y comprendí que tanto si estuviera viva o muerta ya no podía hacerme daño.
Algún tiempo después compré una rueda de cerámica en una feria de artesanos, se la quería regalar a mi terapeuta, para agradecerle su ayuda y el acompañamiento en el proceso.
Fui al hospital una tarde, en el horario en que él me atendía y pregunté por el Doctor Marcos. La enfermera me recordaba y frunció el ceño.
Marcos, dijo, no era doctor, sólo un voluntario, dejó de venir en la época que te dieron el alta.


©  Mirella S.  —Mayo 2014—





1.   Obra de Gina Higgins
2.  Rueda del Templo de Konarak (India)