miércoles, 30 de abril de 2014

Tatadiós (II)







Llegó la noche de Reyes y de golpe los mayores se dieron cuenta de mi existencia. Hacían bromas, disimulándolas con caras serias; hablaron de los camellos que iban a llegar con hambre y con sed (me vino la imagen de algo verde, famélico, al acecho), contaron de la estrella, de los presentes al niño Jesús y mantantiru-liru-lá. 
Mamá me dictó la cartita con los pedidos; no estaba conmigo y le tuve que repetir varias veces que me corrigiera los errores. Papá daba vueltas por el cuarto, las manos en los bolsillos, con expresión de impaciencia, o quizás fuera otra cosa. La tía Mechita me miró con su cara de tierra y me acompañó a cortar el pasto y a poner los baldes con agua para los camellos. Sin hablar apoyó su mano sobre mi hombro en un inusual gesto de protección o de afecto. Se me ocurre conjeturar que ella ya sabía.
La cena fue temprano y la conversación estuvo a cargo de Julio y de los abuelos. Mamá y papá habían establecido una barrera de silencio. Yo pensaba en los regalos y, de tanto en tanto, se me mezclaban las imágenes del tatadiós y de los camellos. A los postres se cortó la luz. Papá trajo una linterna y la tía Mechita paquetes de velas.
Afuera los símbolos de la noche relumbraban; no pude encontrar la estrella guía, tampoco nadie me ayudó a buscarla, ocupados en prender las velas, improvisar candelabros en botellas vacías. Mamá me llevó al dormitorio, me puso el camisón y me dio un beso con olor a menta. A la luz de la llama su cara onduló como si fuese de agua, como si de nuevo estuviera por cruzar a la otra orilla. Dejó encendida una vela gorda y grandota.
Me desperté en la humedad de un sueño, la frente con gotitas, igual a cuando tenía fiebre. No sé si desperté a otro sueño, pasó mucho tiempo y los recuerdos se transforman, lo mismo que los sueños. La vela seguía prendida, todo el cuarto temblaba en salpicaduras de oro. Tomé la vela y fui hasta la ventana, tal vez vería llegar a los Reyes. 
Lo descubrí en la pared, cerca del marco. De un verde sucio por la escasa luz, angosto y largo, de proporciones gigantescas, apoyado sobre su propia sombra que lo hacía todavía más grande. Y lo terrible fue que un poco más arriba había otros dos, quietos, en fila, como los tres Reyes Magos. Levanté la vela sin respirar, puro ojo en observación. Debían de ser los Reyes nomás, sostenían bolsas desbordantes de mariposas. En la oscilación de la luz se movieron los tres al mismo tiempo, rotaron hacia mí y se deslizaron por la pared. 
Me traían regalos o yo era el regalo para ellos, porque sentí un cosquilleo en la espalda, algo surgía de mis omóplatos, algo tenue, de seda, y de mi boca abierta saltó una lengua finita, larguísima, en espiral y aunque las mariposas no tienen voz, un grito agudo se escapó de mi garganta, quizás fue el jadeo de mi respiración o las alas inquietas las que apagaron la vela.
Mi grito arañó la noche y a partir de ese momento sería antes y después del grito, antes y después del tatadiós, antes y después del sueño o de la revelación, antes y después del seis de enero.
La puerta se abrió y en el hueco aparecieron focos de luz, voces familiares, la presencia de mamá. Las manos de la tía Mechita, apenas más alta que yo, me arrebataron la vela que chorreaba cera caliente en mi camisón y después corrió por un vaso con agua. Hubo palabras de consuelo: fue una pesadilla, ya pasó, y frágiles caricias que se perdieron en el aire. No dije nada, sólo podía llorar, y aunque no lo sabía, estaba llorando por anticipado.
Mamá me llevó a su cuarto y me acostó en la cama ancha, del lado de papá, extrañamente intacto. Me adormecí en sus brazos.
Al otro día permitieron que durmiera hasta las once. A los pies de la cama se amontonaban los regalos. Los abrí: la muñeca con rulos, los libros para colorear, el juego de té en miniatura, de eso me acuerdo. No me alegraron. Entre las caras sonrientes y llenas de arrugas que me rodeaban, busqué el óvalo pálido de mamá. No estaba. La llamé, no vino. Sentí que dentro de la boca se me formaba un nuevo grito y otra vez los ojos se me mojaron con un agua que ardía. Papá me sostuvo por los hombros, inclinó la cabeza, los labios en una línea dura, y en un murmullo me dijo: mamá tuvo que irse muy temprano, va a tardar en volver.
No volvió nunca. No supe porqué nos dejó, no se hablaba de esas cosas con una nena y cuando crecí tampoco. A las preguntas que hacía la respuesta fue siempre el silencio, como el que rezumaba de los ojos distantes de mamá, que no pertenecían a nadie, mirando siempre hacia otra orilla.
Mucho después me enteré del mito de la Mantis hembra: el macho queda cautivo en un abrazo mortal y durante la cópula, ella se lo come despacio. El éxtasis unido a la muerte. La hembra se llena de la materia que la fecunda y también del macho mismo. La posesión es absoluta y culmina en la indiferencia de la muerte. 
Esa voracidad me remite a mamá, inalcanzable en su lejanía. Ninguno de nosotros pudo calmarle el hambre. Papá quedó vacío, muerto en su sequedad. Y desde mi infancia aprendí a no tener anhelos, a volverme arcillosa y callada, tal vez por el miedo de despertar a la Mantis que habita en mí.

©  Mirella S.   —2010—


Imágenes sacadas de la Web




... y ella seguía allí, las manos contritas,
confiando excesivamente en su imitación de ramita o palito seco.
Quise atraparla, demostrarle que un ojo siempre nos descubre,
se desintegró entre mis dedos
como una fina y quebradiza cáscara.

José Watanabe
(fragmento del poema "La mantis religiosa")

domingo, 27 de abril de 2014

Tatadiós (I)





Es un cuento viejo y largo, que dividí en dos partes. Espero que se enganchen...



Quién sabe qué sutiles asociaciones (una lectura, un olor, probablemente la fecha, seis de enero) dispararon el recuerdo escondido en los dobladillos de la memoria, que me condujo a ese verano en la quinta del tío Julio: el verano en el que para mí terminaron muchas cosas, justo el día de Reyes.
La compra de una casa quinta, que hizo el hermano mayor de papá, reunió a parte de la familia en los días previos a fin de año. Fueron los más viejos, sin los hijos, y con mis seis años, tenía por delante unas vacaciones que transcurrirían con el ritmo de un lento bostezo. Y de yapa, junto al tedio caliente, las recomendaciones de portarme como una señorita: no interrumpir a los mayores, no hacer alboroto, masticar con la boca cerrada. Eran otros tiempos.
Mientras íbamos para la quinta, mamá con su modo lejano, me hizo repasar cada una de las reglas. Papá manejaba absorto, esas tareas no le competían.
Al tío Julio no lo veíamos mucho; de él mamá comentó una vez: a tu hermano se le subieron los humos a la cabeza, frase que no entendí, y con obstinación le miraba la calva con pecas, a la espera de que ese acontecimiento inaudito sucediera. Hasta que —como un tábano molesto— en mis oídos zumbó la norma ya asimilada: es de mala educación mirar fijo a la gente. Sin embargo, antes de ese verano la que me caía mal era la tía Mechita, una especie de chichón de la tierra, una comparsa muda que tenía la costumbre de frotarse las manos como si le picaran o esperara algún final truculento. En cambio papá le había puesto el apodo de Poncia Pilatos y decía que era una suerte que los tíos no tuvieran hijos.
De la quinta me quedó una vaga imagen, a esa edad todas las cosas me parecían descomunales. Llegamos una tarde sofocante; también estaban los cuatro abuelos, que en mi percepción de aquel entonces, eran más viejos que Papá Noel. Julio hizo de cicerone, conduciéndonos en un tour, por un laberinto de cuartos y pasillos, hasta el patio trasero. Bajo los árboles había unas sillas de mimbre y la casa estaba rodeada por un parque salvaje; el tío aclaró que aún no había podido diseñar el jardín de estilo francés que tenía “in mente”. Me acuerdo que era un conversador indomable y movía mucho las manos, a pesar de que la rama paterna es de origen germánico. No parecía hermano de papá.
Las imágenes de esa época son instantáneas, sin continuidad, con baches de tiempo, ya no sé si la cronología de los hechos es precisa. Sobre lo ocurrido sobrevuela una neblina distorsionante y si miro hacia atrás me pregunto cuánto hay de cierto en los personajes que quedaron impresos en esos recuerdos trabajados por los años. O por qué la memoria selecciona determinadas palabras y escenas, que perduran como fotogramas de una película.
Podré no estar segura de qué me provocaba la tía Mechita o si el tío Julio era tan farolero, sin embargo nunca voy a olvidar el espanto que me produjo el tatadiós que vi en la quinta de los tíos. El horror del cosmos se concentró en ese bicho verde que se comía viva una mariposa con alas de seda: la naturaleza que se nutre de sí misma para seguir preservándose. Fue mi primer encuentro con el brutal arte de la supervivencia, con la vida que se traga lo vivo para no morir y mantener su latido un poco más.
La hora de la siesta se estiraba en el calor y en la pereza. Para los mayores era un ritual acostarse en los cuartos en penumbra, bajo las paletas lánguidas de los ventiladores de techo. A las tres todos se retiraban y reaparecían a las cinco. En esas dos horas fui libre de vigilancias y retos. Me escurría por el patio de atrás para explorar la “selva”. Al tatadiós lo descubrí en el ocio de la siesta, donde se respiraba un simulacro de quietud, mientras la vida y la muerte se perseguían por los matorrales.
Iba brincando entre el pasto alto y desprolijo con los versos del buenos días su Señoría, mantantiru-liru-lá, cantados a media voz para que no me escucharan, los ojos enormes por la novedad de la excursión. Una mariposa de las grandes irrumpió en la tarde con su aleteo incierto. La seguí, era oscura con pinceladas amarillas, las alas terminaban en dos colas como tijeras. Por fin se posó sobre una flor de aspecto estreñido, que apenas debía tener unas gotas de néctar.
El aire pareció estancarse por unos segundos. El resorte verde se tensó disponiéndose al salto sorpresivo, atrapó a la mariposa ante mis narices y empezó la cruenta comilona. Ese palito verde de ojos ámbar, para mí de un tamaño desmedido, procedió a tragarse primero la cabeza, mientras las patas se agitaban en el aire espasmódicamente. Yo, nena que vivía en la pulcritud de un departamento, que nunca había visto cómo una araña desde el centro de su red caza una mosca, contemplaba hechizada el festín y me mantuve allí hasta el final, hasta que de la incauta no quedó más que el polvillo de sus alas en la boca voraz. Después el asesino juntó las patas delanteras en una plegaria de agradecimiento por el magnífico banquete, se arrastró por la rama y desapareció, verde entre el verde de las hojas.
Con la conmoción casi me olvidé de volver a mi cuarto antes de las cinco. Hubiese querido preguntar en seguida, no era el momento oportuno, los mayores estaban tomando el té con masitas, trenzados en conversaciones imposibles de interrumpir. 
Cuando los hombres se fueron, mamá se sentó apartada de las abuelas y de la tía Mechita. La recuerdo así, un poco ausente, como si en ciertas ocasiones de ella quedara el cuerpo vacío o el fantasma de sí misma y había que llamarla varias veces para que volviera.
Mami, mami, vi un bicho enorme y flaco ¿Qué, hija? Era todo verde, se comió un mariposón entero, después juntó las patas de adelante y rezó… Ah, sí, la mantis religiosa, me dijo, y se miró distraídamente las uñas rojas. Mamá sabía muchas cosas porque era maestra; sonrió, y como si me hablara desde otra orilla, agregó: acá le dicen tatadiós. Y volvió a alejarse.
Busqué al tatadiós en las siestas siguientes, con miedo, asco, y la dualidad de querer verlo y temer encontrarlo. Él permaneció oculto. Ahora pienso: igual que mamá.

©  Mirella S. —2010— 


Continuará el próximo jueves...




lunes, 21 de abril de 2014

Apuntes en hojas perdidas (II)


Acuarela de Elena Yushina


Otoñal

Atardece. La claridad se eclipsa y el sol, en su último esfuerzo, trata de fijar su brillo en las paredes de los edificios.

Abril: es otoño. El ciclo de la vida desgrana una estación más, la naturaleza mengua, muere y renace.

Cada hoja amarilla que cae es como un pájaro de oro que abandona el nido para fertilizar la tierra.  Eso solías decirme cuando tenías doce años. Y también: El otoño deslumbra al extender sus tapices de hojarasca. Es un hombre maduro, vestido en gama de sepias que, perezosamente, se desnuda de sus ropas.

Tu mirada era de poeta, mientras que yo solo notaba veredas sucias que había que barrer para que no se taparan los desagües. ¿A quién saliste? Tampoco te parecés a él que, furtivo, se mete en las palabras de los demás, aprovecha las pausas y cuenta sus banalidades.

Atardece. Es la hora de los puntos suspensivos, de la quietud, como si algo se detuviera unos segundos. Hasta me creo capaz de encarcelar al tiempo en mi mente. Sé que no puedo pensar el tiempo, a medida que lo pienso, es pasado.

Allí, donde estás, resbala una lluviecita tibia, que permite a los brotes nuevos fortalecerse. Recién, una ráfaga exaltada, atacó el patio con su espada filosa y tuve que limpiar lo que trajo. La brusquedad del aire que se revuelve me provoca la sensación de que las hojas son cosas muertas que se depositan en mis pensamientos, marchitándolos.

Quisiera que el viento me traiga algo tuyo, olvidado cerca de una ventana abierta. Desde la mía contemplo que unas golondrinas rezagadas quebraron los puntos suspensivos y se alejan en una amplia curva, de oeste a este. Escapan del cielo incendiado, hacia el refugio de la noche. Como hiciste vos, construyendo tu futuro en un vuelo áureo.

Cierro la puerta de vidrio que da al patio; el viento igualmente se filtra por los burletes viejos con su silbido sarcástico.





©  Mirella S. —Abril 2014—











martes, 15 de abril de 2014

La piedra y el río






Cada mañana emerjo del sueño con indolencia, el pecho oprimido por el peso de una piedra que me sofoca. Giro sobre mi costado izquierdo y miro el reloj igual que a un enemigo al acecho. Él no me espía ni prepara ninguna escaramuza: está allí, imperturbable, para señalarme el inicio de otro día.

Esto que me pasa ya no es remoloneo o tratar de desprenderme de hilachas de sueños sin sentido y tampoco sacudir la pereza lentamente. Con ningún bostezo se alivia la opresión de la piedra. Sólo atino a envolverme en las sábanas y estiro hasta lo imposible el momento de enderezarme y salir de la cama.

Cada mañana demoro más, cada noche adelanto unos minutos la hora del despertador. Finalmente, algún resto de voluntad y el temor a las consecuencias de llegar tarde, me hacen pegar el salto y me levanto, pero es como si me llevara la cama a cuestas, sin lograr desprenderme de la piedra.

Durante la jornada las actividades me arrastran y empujan en vorágines de risas con dientes ocultos, de parlamentos persuasivos o manos que vuelan sobre el teclado. Sin embargo, en el mínimo silencio o intervalo, percibo la obstrucción en el pecho y debo inspirar y expirar con fuerza para que el aire llegue a los pulmones y el pulso recupere su ritmo normal.

Hoy es sábado y me parece una estepa interminable a recorrer. Con el alma árida y los pies fríos me siento en el borde de la cama. Y en esa posición, inclinada sobre mí misma, en la espera de quien no espera, aparece la imagen de la casa junto al río, abandonada, melancólica y solitaria. Como yo.

Alcanzar el bolso de lona en la parte alta del placard, llenarlo con lo indispensable, agota la poca energía que me resta en los fines de semana.

En la terminal de micros encuentro uno que es rápido y con un asiento al lado de la ventanilla. Ver como los edificios se alejan, tragados por el verde del campo, me hace caer en un mediosueño.

La casa está en las afueras, en un recodo que hace el río; desde la ruta no es visible, tapada por la cúpula de los sauces llorones que la rodean. En el aire flota un olor a romero y cuando me acerco al muelle de madera vislumbro el río de aguas mestizas. En este tramo es más caudaloso y produce el canto de una cascada. La casa está oscura, huele a humedad. Abro las ventanas, el reflejo cobre del atardecer y el perfume del romero la devuelven a la vida.

No me apego a recuerdos, son como el agua del río, fluyen continuamente y los últimos tapan a los viejos, que forman un fondo legamoso y caminar por él me vuelve insegura. Pero no he venido a reencontrarme con el pasado. La casa tiene uno en el que yo estaba involucrada, no son más que años encanecidos por el tiempo. Creo, no estoy segura aún, que vine para estar cerca del río, hamacarme en su susurro, que repercute en mí como una canción de cuna.

La ciudad es mi mediamuerte, con su porción diaria de estridencia, hipocresía, incertidumbre y desconexión. Aquí, con las piernas colgando del muelle devastado por la intemperie, comprendo que eso que se instaló en mi pecho, la piedra, es un bloque de cemento que construí y que debo remover para que mi respiración recobre la naturalidad perdida.

Acaso mañana, cuando despierte, no tenga que obligarme a abandonar las sábanas, siga el llamado del río, la voz de los pájaros, el frufrú sedoso del viento en los sauces y escuche el campaneo de mi risa, aún por recobrar.

©  Mirella S. —Marzo 2014—





1.  Obra de Nathalie Picoulet
2.  Imagen sacada de la Web