domingo, 26 de enero de 2014

Gatos en la bruma






—Sí, se fueron los cinco. Quizás alguno vuelva —dijo su mamá.
Belén comprendió que lo decía para conformarla, porque ella temía que los gatos se hubiesen perdido en la niebla proveniente de la laguna. Se acordó del cuento de Hansel y Gretel, los dos hermanitos que cuando fueron abandonados en el bosque tuvieron la precaución de tirar guijarros para saber el camino de regreso. Pero la segunda vez tiraron migas de pan, los pájaros se las comieron y quedaron solos en el corazón del bosque, prisioneros de una bruja malvada.
Le habló a la mamá de esa historia que le había relatado la abuela, ella sacudió la cabeza y le dijo: 
—Hija, los gatos tienen olfato, instinto, si quieren volver, saben cómo hacerlo —lo dijo en un tono seco, Belén sabía que su mamá rogaba que los animales no aparecieran más. Decía: 
—Cinco gatos es demasiado y si bien son independientes, hay que darles de comer.
Escuchó cuando la mamá le comentó a la abuela: 
—Para colmo de males, los intrusos son un macho y cuatro hembras, que ya estaban todas preñadas. Tuve que hacer de tripas corazón para deshacerme de las dieciséis crías, porque los hombres se desentienden de esas tareas
Belén lloró desconsoladamente.
Había sido extraño que los gatos surgieran de pronto, los cinco juntos, de la grisura de una noche también muy brumosa, asediando a la casa con sus maullidos. Eran todos distintos: el macho tenía el pelaje a rayas igual que un tigre y, según Belén, era un rey; la gata negra, con sus misteriosos ojos amarillos, hacía pensar en las hechiceras; la tuerta era de raza y color indefinibles, sin embargo la más demostrativa a la hora de pedir mimos; la pelirroja se mantenía a cierta distancia, observando y la gris y blanca parecía un trocito de niebla vuelto materia.
En cuanto vinieron de quién sabe dónde, se instalaron en el jardín de adelante y nada los espantaba, ni los escobazos de la mamá o algún puntapié de su hermano mayor cuando se le cruzaban entre las piernas. Belén, a escondidas, les proveía de carne y leche extra.
Los quería a los cinco por igual, los gatos lo captaron al instante y al volver del colegio siempre la esperaban fuera del portón.
Al cabo de un tiempo ya formaron parte del paisaje de la casa, como si fueran otros enanitos de yeso en el jardín. No molestaban, salvo en las noches de plenilunio, noches en que ofrecían un escalofriante concierto de maullidos. 
—Uno se acostumbra a todo —había dicho la mamá—, a que estén o a que se vayan.
En cambio Belén no. Luego que desaparecieron hacía guardia detrás de la verja, los llamaba largamente: michi… michi… sin obtener respuesta. La niebla parecía amortiguar cualquier ruido; de tan densa ni la casa de enfrente se distinguía y las acacias de la calle eran unas sombras difusas.
En las primeras noches, después de la partida de los gatos, la nena tuvo dificultad en dormirse. Recordaba lo que oyera sobre la laguna, de cuántos habían desaparecieron en los días de neblina, atrapados por ese tul blanco sucio que lo envolvía todo. 
—Como una mortaja —había dicho la abuela. 
Los chicos tenían prohibido andar solos por las calles y aún menos ir hacia el lado del agua. Su hermano mayor le dijo que en las cercanías del agua, el vapor de la niebla mojaba como una llovizna invisible, se metía en los ojos, en la nariz, llegaba hasta el cerebro y las personas perdían la orientación, se iban derechito a la laguna, enredándose entre las cañas o eran chupadas por el suelo pantanoso.
Y ella le creyó, porque su hermano iba a cumplir los trece y sabía muchas cosas. También le contó que en los sauces que crecen en la orilla, pululan los murciélagos, que duermen cabeza abajo, son ciegos y en las noches de niebla, cada vez que alguien se pierde y se acerca a la laguna, los inmundos lo presienten con un radar que tienen, se le tiran encima al pobre diablo y le sacan los ojos. El hermano no supo decirle si era de pura envidia o si los bichos creían que si se daban un atracón de ojos iban a recuperar la vista. —Son sólo especulaciones —le dijo el hermano—, orgulloso de emplear una palabra que había aprendido esa semana, y levantando el dedo índice concluyó: los animales no piensan. La nena, con sus ocho años, no compartía la idea, para ella los gatos eran inteligentes de verdad, tenían pensamientos. Por algún motivo llegaron en medio de la niebla de abril; y que justo se fueran esa tarde de setiembre, con una bruma así de tupida, no debía ser por casualidad.
Después que se fueron los gatos, la niebla persistió dos semanas más. Era compacta como un merengue y hacia el mediodía, en cuanto se disipaba un poco, los vecinos aprovechaban para salir, siempre sosteniéndose de unos cordones fluorescentes que habían puesto en los bordes de las veredas.
De los cinco gatos ni noticias y Belén antes de acostarse, indefectiblemente, entreabría la ventana y con voz de campanita de cristal, repetía michi… michi… michi, hasta que el aire húmedo le producía tos y la mamá, desde la cocina gritaba: es hora de dormir y había que ir a la cama.
La noche anterior a que la laguna reabsorbiera la niebla y el mundo volviese a ser cielo, tierra, sol y nubes, Belén soñó con la gata negra, la de los ojos embrujadores, que con las uñas raspaba el vidrio de la ventana. También se oían maullidos a lo lejos, que en el idioma gatuno querían decir vamos, despertate, te estamos esperando. Ella abrió los ojos, se levantó, fue hasta la ventana y le pareció ver dos puntos amarillos, que como linternas, traspasaban la neblina.
La casa estaba oscura y silenciosa. Belén salió a la calle en su camisón con florcitas azules y sintió el abrazo frío de la niebla que, de tan espesa, le impedía verse las manos. Caminó con pasos cortos, inseguros, siguiendo el rumbo marcado por los ojos de la gata negra. La nariz se le llenó de gotitas que bajaban por su garganta y una constelación de rocío le perló las pestañas y se deslizó por sus mejillas. 
—Son las lágrimas de la niebla que llora a través de mis ojos —dijo Belén—, y rió ante esa maravilla. Pero la risa fue inaudible, como si rebotara en paredes de algodón.
Los maullidos ahora se oían próximos y supo que los cinco estaban allí, a su alrededor. La negra le prestaba los ojos luminosos a la pobre niña, para que no se perdiese, para que pudiera llegar a la laguna y quedarse juntos para siempre.

©  Mirella S.  -2010-



Imágenes sacadas de la Web


Algunos dijeron que era un cuento para chicos, otros dijeron que no.
Algunos arrugaron la nariz, otros dijeron ta' bueno...
Que cada uno saque sus propias conclusiones.




miércoles, 15 de enero de 2014

Distorsión








Fotos de Mirella S.




Te encontré en un cineclub,
peregrino en ese sótano mohoso.
Vimos la película de Bergman,
con su título apócrifo:
"Detrás de un vidrio oscuro".

Tus ojos anticiparon el invierno.

Inevitable: me atrajo tu forma ambigua,

nunca te mostrabas de frente 
con la cara plantada al sol
siempre ibas en escorzo.

Cuando se te daba la gana

—muy de tanto en tanto—
te ponías en contraluz
y permitías que viera
alguna línea de tu alma.

Quizás temías ser absorbido

o te fueran a habitar eso recóndito,
incompartible: 
el vacío.

Nos distorsionamos con el tiempo,

cada cual ocultándose
tras su oscuro vidrio esmerilado.



©  Mirella S.   2014







miércoles, 8 de enero de 2014

El libro triste








Qué extraño destino me tocó en suerte: nadie me lee y tampoco me desecha. Quisiera circular, para que otros sonrían o se emocionen con lo que está escrito en mí. ¿Será porque cuenta alguna historia triste? Hace mucho tiempo me hojearon apresuradamente, después fui relegado al cajón de la mesita de luz.
El dormitorio está casi siempre vacío; sólo por las noches o al amanecer, una mano estilizada pero firme abre el cajón y saca o deposita algo. Es cuando puedo echar un vistazo hacia fuera y sobre la mesita, junto al velador, veo una pila de los de mi especie que se renueva con asiduidad. Un temblor nostalgioso recorre mis venas entintadas. 
Comparto este lugar en penumbras en el que estoy atascado, con los objetos más dispares. Algunos van y vienen (pañuelos de papel, monedas, las pastillas de menta); otros son huéspedes estables: la lapicera fuente, a la que deberían cambiarle el cartucho, aunque nadie lo hace y, pobrecita, sufre la misma sensación de inutilidad que yo. Somos afines, ella desea escribir palabras y, por mi parte, me gustaría que lean las que tengo impresas.
Entre los residentes consuetudinarios del cajón hay una alianza, que cuando lo abren, rueda tintineando y suele engancharse en la lapicera, como si fuese un dedo anular extendido dispuesto para el sí. Desde que estoy aquí convivo con un rosario de madreperla, que busca mantener distancia de un cuerno de coral. Quedó un blister con dos aspirinas; un broche en forma de mariposa, con el gancho abierto, que se me clava en el lomo en las oportunidades que la mano tira del cajón con apuro.    
También está la agenda azul. Se cree importante porque desborda nombres, números de teléfono, direcciones. De tanto en tanto la mano delgada la saca de paseo. No debe llegar lejos: al poco rato vuelve a la prisión con sus aires de princesa, como si hubiese dado la vuelta al mundo.
Un día la lapicera rodó cerca de mí, emitió un suspiro de aburrimiento y me preguntó cuál era la historia que contenía. Le dije que hablaba de una niña que muere. La lapicera quiso que se la relatara. Le contesté que era apenas una intuición, no recordaba nada más. Ella, decepcionada, me dijo que entonces no podía estar seguro de que esa fuera la historia. No supe qué contestar, era verdad, no sabía de dónde había sacado ese argumento.
Al cabo de esta conversación, como en un sueño, empezaron a surgir ciertas reminiscencias. Provenían del fondo de la tinta impresa, que no era más que el vehículo del alma de las palabras, hilvanadas por una trama de dolor que atravesaba los tiempos, buscando redención, no olvido.
Tuve la imagen de otra mano femenina, pero muy ajada. Una mano que sostenía la pluma de un pájaro y, fatigosamente, trazaba letras en un papel rústico. Con frecuencia mojaba la punta de la pluma en un tintero de vidrio y entonces la letra salía más gruesa o se derramaba en gotas negras. Y lo que escribía en esas hojas era la muerte de una chiquita, que se había deslizado voluntariamente en un lago o un río.
Era una historia demasiado triste, por eso no me leyeron. Sin embargo hubiese sido cruel tirarme, porque habría indicado desprecio o indiferencia hacia la tragedia de esa vida breve y hacia quien escribió su historia, la madre de la niña, cada noche a la luz de una vela.
Ahora entiendo que fui las salpicaduras de la tinta y esa letra quebrada, que tenaz, se extendía en papeles viejos. Nací allí, aquél fue mi origen, por eso soy un libro triste.
Fui recordando fragmentos de la historia y la violencia secreta que custodiaba esa familia a la que, de alguna manera, yo pertenecía. Se los confié a la lapicera y me di cuenta que los demás habitantes del cajón, movidos por una energía misteriosa, se habían acercado y formaban un círculo a mi alrededor, para no perderse detalles. El broche mariposa se ubicó de tal forma que ya no podría pincharme con su gancho abierto.
Algo aleteó entre mis páginas.

©  Mirella S.  -2011- 






1.  Óleo de Slava Fokk
2.  Detalle del cuadro "Mujer escribiendo" de Jan Vermeer




jueves, 2 de enero de 2014

Las otras






La lluvia se desliza por los cristales y con la mirada húmeda quiero lavar actos antiguos. Sospecho que no estoy sola, detrás de mí hay otras presencias: las que son extranjeras en mi propia piel. Cuántas he sido y aunque amague alcanzarlas, se esfuman.

Siluetas pardas cruzan por la ventana. Los pájaros han vuelto, traen un arcoíris tan embustero como ellas, las que escapan de mí cargadas de mentiras.

Se apretujan en un ángulo tenebroso del cuarto y cuchichean, levantando andamios falsos para esta hipócrita que mendiga verdades a medias. Es arduo discriminar, blanquear mis trayectos errados o los atajos para conquistar posibilidades en la persecución de utopías.

Desde que empecé a caminar la senda fue oscura y no traemos un folleto con instrucciones, una linternita o siquiera una caja de fósforos, una brújula o cierto sentido de orientación. Todo hay que aprenderlo, copiarlo o improvisar sobre la marcha.

Una de las que se ampara en las tinieblas es la ladrona especialista en robar sentimientos. La que está a su lado, la cortesana, hizo feliz a los que se conformaban con el fulgor de un orgasmo. El dinero nunca fue la meta, sí el poder y, generalmente, vienen juntos.

La peor es aquella que se engaña con un despliegue de carcajadas, camuflando el gesto acídulo. Está la pequeñita, que ostentaba virtudes para que la amaran; y detrás, la exploradora de la palabra, con presunciones de poeta.

La lluvia aumenta, ha manchado los cristales. Las máscaras  falaces se retiran. Me dejan sola y débil, en carne viva. Tendré que fabricar otras.


©  Mirella S.   — 2014 —






1.  Óleo de Alex Alemany
2.  Óleo de Claudio Bonichi




La literatura es mentir bien la verdad.

Juan Carlos Onetti