miércoles, 27 de noviembre de 2013

Estatuaria




Fotos de Mirella S.



A tu alrededor la gente ruge su fatiga
en un rock'n roll galvánico, 
gritos que no rozan siquiera
tu quietud ni tu silencio.

Quién se esconde tras la cara blanco tiza,
copia triste de pierrot 
o Marceau inmovilizado
 en el giro de una mímica.

Te quedas mirando los pétalos bastardos

de la rosa imperturbable
mientras ejecutas cada día
tu ensayo con la muerte.


©   Mirella S.  -  Noviembre 2013
      
      





jueves, 21 de noviembre de 2013

Aniversario




... y echaron a volar.


Cruzaron el océano, atravesaron los Andes, pasaron por el ecuador y alcanzaron el otro hemisferio.
Los pájaros volvieron con mensajes en sus picos. Las palabras que llevaban habían germinado en tierras lejanas, compartiendo nutrición con las semillas de otros nidos.

Cuando abrí las jaulas donde guardaba las palabras (léase cuadernos, archivos de pc, hojas sueltas), no tenía expectativas. Ni siquiera me gustaba la Web, menos manejar un blog. Aprendí con el viejo método de ensayo y error, en una computadora que pedía a gritos jubilarse. No me quedó más remedio que pasarla a retiro y en Navidad me regalé una más acorde a las nuevas necesidades.

Este fue un año intenso y activo. No podía dejar de festejar este aniversario y agasajarlos de alguna manera.
Increíblemente, a lo largo de estos doce meses recibí muchas visitas. Se crearon lazos, algo inimaginable para mí: fuertes lazos virtuales.

No soy de las que hacen balances, prefiero agradecer. De las buenas experiencias, disfruto; de las otras, aprieto los dientes e intento comprender qué me están mostrando de mí misma y cuál es el aprendizaje. El tiempo termina por descubrirme la enseñanza, lástima que soy tan ansiosa y en la espera, como dice el tango, se me pianta un lagrimón...

Un blog lo inicia el propietario, pero crece y se conforma entre todos los que vienen y aportan sus opiniones. Sin ustedes este espacio no tendría para mí ni vida ni sentido. 
Por eso y por tantas cosas más que no sabría explicar:

¡Gracias!

A los muchos que me leen en silencio.

A los que aparecieron fugazmente y a los esporádicos, porque el nido es abierto y promulga la libertad.

A aquellos que no me comprendieron y a los que yo no comprendí. Somos humanos y, a veces, las palabras no salen en la combinación exacta.

También a los que, en algún momento, no pasarán más por aquí, pero de los que conservaré el afecto y el apoyo que me brindaron.

Y a los que siempre están y me siguen acompañando en este extraño viaje que emprendí y con el que me enriquezco día a día.

Aunque mi voluntad es de hierro, mi cuerpo es bastante frágil y quizás no pueda mantener un ritmo constante. Como me comprometo y no sé hacer las cosas a medias, procuraré encontrar un equilibrio para quedarme cerca lo más posible.




  
Este año lo gasté, sí, pero de tanto usarlo. 
Para mí los resultados de esta experiencia
fueron excelentes e inolvidables.
Espero haberles aportado algo con mis 
palabras como pájaros...



Un abrazo grandísimo, para que llegue a todas las latitudes.






lunes, 11 de noviembre de 2013

El príncipe infeliz







Versión libre, actualizada y "aporteñada" 
del cuento "El príncipe feliz", de Oscar Wilde.

¿Cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia...?


La estatua infeliz del Príncipe de los mares mira a la golondrina que duerme en el puño de la espada. Ya no tiene el rubí. La muy ladrona se lo robó, seguramente para empeñarlo y jugárselo al Loto o, peor todavía, a algún matungo* del hipódromo. Clavado que le batieron una fija* y la boluda perdió todo.
Desde el alto pedestal en la Plaza Mayor puede ver a través del ventanuco de una bohardilla zaparrastrosa a un chico enfermo, mientras la madre recibe al cliente en el baño, porque no hay otra cama. El pibe delira en la piecita helada y le parece que un caballero engalanado lo mira con piedad desde un lugar remoto.
El Príncipe piensa que la golondrina es una urraca disfrazada que lo despoja. Se llevó todas las láminas de oro con que estaba recubierto y debe haber hecho buena ganancia ahora que el metal precioso cotiza tan alto. Apuesta que después compró dólares y vestida de “arbolito”* se habrá parado en la calle Florida voceando “vendooo... vendooo”.
Si se pudiera mover la decapitaría con un solo golpe de la espada, pero es de piedra y a él se le herrumbraron las articulaciones con la humedad que viene del río.
Sabe que no va a durar mucho, los del gobierno están peleando con el alcalde de la ciudad porque le da la espalda a la Casa Anaranjada. Una falta de respeto, dijo la Reina, una provocación para desestabilizar su reinado. Al alcalde le importa un pito la estatua emblemática, pero se opone a sacarla para llevarle la contra a Su Majestad.
El aspecto del Príncipe se ha vuelto deslucido y los turistas ya no se detienen a disfrutar el fulgor del oro besado por el sol. Sin su valiosa piel, se lo ve ceniciento, la cara y las manos descubren su vejez milenaria.
Aún le quedan los ojos, dos zafiros que resplandecen de ira al ver las miserias de la ciudad, la desidia de la gente, la basura que se apila en las esquinas, los atracos brutales, la corrupción descarada de las autoridades.
El Príncipe de los mares no es feliz y no le importa cuando lo bajan del pedestal y lo dejan tirado entre los hierbajos hasta que alguien dictamine su destino. 
Tampoco le importa que unos cartoneros* se lleven los zafiros. Lindas piedritas pa’ que los pibes jueguen a las bolitas, les escucha decir. Total no le sirven, ya ha gastado sus últimas lágrimas.


Glosario:
Matungo:  caballo viejo y achacoso.
Batir una fija:  dato que da como seguro el triunfo de un caballo en las carreras.
Arbolito:  persona que ofrece en la zona céntrica compra o venta de dólares, ilegalmente.
Cartonero:  persona que recolecta cartones entre la basura.

©  Mirella S.  2013





La tontería es infinitamente 
más fascinante que la inteligencia.
La inteligencia tiene sus límites,
la tontería no.

Claude Chabrol



jueves, 7 de noviembre de 2013

Día literario: Articuentos






El libro
"Articuentos" de Juan José Millás

El libro se parece a un agujero negro cuya atracción es tal que absorbe y distorsiona todo lo que sucede cerca de él, incluidos el tiempo y el espacio. De manera que a lo mejor son las ocho de la mañana y tú vas en el autobús a la oficina, pero de súbito, eres arrebatado por esa masa gravitatoria llamada libro, que llevabas en la mano o en el bolso, y apareces en un escenario diferente, identificado, por ejemplo, con un individuo que se lava las manos llenas de sangre en la pila de una cocina francesa, mientras en el dormitorio de esa misma casa ha empezado a enfriarse un cadáver. Y no son las ocho de la mañana, sino las diez de la noche. Y no es primavera, sino invierno. Y tú no eres ese sujeto sin pasado que ahora se baja del autobús, sino este otro que, después de borrar las huellas dactilares de las copas de coñac, se pone un abrigo oscuro y huye escaleras abajo.
Al cerrar la novela cesa la atracción, y es, una vez más, la hora de fichar, así que fichas y entras en la oficina, donde mueves papeles de un lado a otro o atiendes el teléfono con la eficacia o la pereza de siempre. Has vuelto a tu dimensión, en fin, sin que nadie se diera cuenta de que te habías ido. Si tus compañeros supieran que en lugar de venir de casa, como procede, vienes de una cocina francesa en cuya pila te has lavado las manos llenas de sangre, se quedarían espantados. De hecho, quizá no seas el mismo ahora que antes de haber leído el libro. Por tu sangre discurre el argumento desdichado o feliz que estaba en la novela, del mismo modo que los exploradores vuelven con malaria de África o de Molokai con lepra.
Hay más libros que playas, y en ellos está contenida la materia oscura que los físicos buscan en las estrellas. Si has leído la novela del individuo que se quita la sangre de las manos, ya siempre serás ese individuo, siempre, sin dejar de ser tú y, lo que es más sorprendente todavía, sin dejar de ser al mismo tiempo el cadáver que comenzaba a enfriarse cuando descendiste del autobús. Pura materia  oscura, pues, invisible, como la conciencia, pero real como tu jefe.




Juan José Millás, escritor y periodista nacido en 1946 en Valencia, España.
En su numerosa obra, de introspección psicológica en su mayoría, cualquier hecho cotidiano se puede convertir en un suceso fantástico. Para ello creó un género literario personal, el articuento, en el que una historia cotidiana se transforma por obra de la fantasía en un punto de vista para mirar la realidad de forma crítica. Sus columnas de los viernes en El País han alcanzado un gran número de seguidores por la sutileza y originalidad de mirada para tratar los temas de la actualidad, así como por su gran compromiso social y la calidad de su estilo.







Que otros se jacten de las páginas que han escrito;
a mí me enorgullecen las que he leído.

Jorge Luis Borges

lunes, 4 de noviembre de 2013

La historia del hombre gordo







El mocoso está más desatado que nunca y no logro ponerlo en vereda. Hoy se porta peor porque la madre fue a cenar con el tipo que conoció en la oficina. 
Parece una araña, trepándose por los muebles; ya me cansé de correrlo por todos los cuartos. Se me acabaron los argumentos, decirle: Ariel, calmate o se lo voy a contar a tu mamá, con él no surte efecto. Claro que la culpa no es suya, cómo va a hacer caso si ella jamás lo reta. El mocoso le tomó el tiempo, cada vez que se manda una macana o quiere conseguir algo patalea y se revuelca por el suelo, ella empalidece y le promete el oro y el moro con tal de que se calme. Entonces Ariel hace los últimos pucheros, se refriega los ojos con los puños y detrás de las lágrimas finales asoma la sonrisa compradora que usa para desarmarla. 
Conmigo todavía se frena bastante, lo tengo cortito, no le festejo las payasadas y me pongo seria cuando dice que le duele la panza para no hacer lo que le pido. Sin mosquear le muestro el remedio de gusto asqueroso y, mágicamente, se le pasan las ñañas. 
Esta noche andaba con ganas de mirar la película romántica de los viernes, por sus berrinches me la voy a perder. No quiere acostarse, el muy turro. Se escondió debajo de la mesa y está déle golpear el auto nuevo contra el piso; sé que no va a parar hasta romperlo. A veces me da lástima, por lo del padre, que se fue de un día para el otro y nunca más se supo.
Lo voy a dejar que se canse y después lo meto en la cama. Cuando está así hablarle no sirve, se retoba más, justo esta noche que necesito un poco de tranquilidad. Una también tiene sus problemas y me iba a venir bien distraerme con la peli. 
Él sigue debajo de la mesa y me canta: Susi dientuda, Susi tarada  y tac-tac-tac con el auto golpeando el piso. No aguanto más tanto bochinche. Trato de sacarlo, pero él se corre y con la voz ya afónica grita:
Soltame o le digo a mamá que me pegaste.
Con que esas tenemos. No quiero ponerme en cuatro patas y arrastrarme por el piso atrás de él. Vuelvo a sentarme en el sofá y me cruzo de piernas. Que le quede bien claro que no voy a seguirle el tren. Es entonces que me acuerdo del hombre gordo y con voz indiferente le digo:
—Si no salís de ahí y dejás de decir mentiras, va a venir el hombre gordo a buscarte.
Lo del hombre gordo se me ocurre por lo que pasó esta tarde. Mientras íbamos en el ascensor subió un tipo que era como una montaña de gelatina de frutilla, Ariel se me pegó a las piernas y llorando pidió que nos bajáramos. Sé que asustarlo con el recurso del gordo es igual a cuando la abuela nos amenazaba con el hombre de la bolsa, las primeras veces nos achicábamos, pero al ver que nunca aparecía, no se lo creímos más. 
Con Ariel funcionó: se calla de golpe, suelta el auto y se asoma. Apoya el mentón en las rodillas y se las abraza. Oigo el inicio de unos hipos inconfundibles. En fin, va a moquear un poco y después se quedará dormido.
Esquiva las patas de la mesa y se acurruca junto a mis pies. Siempre me impresionó su piel tan lechosa, con las venitas azules que se le transparentan a lo largo del cuello. Sus mejillas están mojadas, los ojos se le agrandan y brillan, parece perdido.
Con un dedo sucio rasca la costura de mi zapatilla. Me hace acordar al cachorro que encontré una vez en la calle y me siguió hasta la puerta de casa. Lo empujo con el pie suavemente. 
—Vamos que te acuesto —le digo. Me agarra el tobillo con las dos manos.
Quedate conmigo, no quiero dormir solo —me pide con una voz que nunca le escuché. Chau película, van a ser las diez y está sin sueño. 
Lo ayudo a levantarse y lo llevo al dormitorio. Le pongo el piyama; está manso, entregado. Me doy cuenta de que no deja de mirarme mientras abro las sábanas, aparto el edredón y doblo su ropa. Ariel se tapa hasta el pescuezo y con esa vocecita nueva, dice:
Susi, contame la historia del hombre gordo.
Eso no me lo esperaba, qué sé yo del gordo del ascensor. La abuela no nos hablaba del hombre de la bolsa, no sabíamos quién era ni de dónde venía, era sólo una sombra escurriéndose en la noche o unos pasos que resonaban en la oscuridad. Sin embargo algo tengo que inventar. Le arreglo la almohada, pienso en el hombre gordo y en verdad es escalofriante. Como la masa de una torta gigantesca que leuda sin parar, desborda el molde y chorrea blandamente. Lo más siniestro es la cara, tan inflada que la boca y la nariz casi desaparecen. Los ojos son dos pasas de uva, apenas sobresalen de la masa. De pronto quiero olvidar al hombre gordo, con su impermeable oscuro que parece una carpa y los pobres mechones que le decoran la calva rosa. 
A pesar mío empiezo a fabricar su historia, lo miro a Ariel y digo:
—Había una vez un hombre muy pero muy gordo y malvado, aunque antes él no era así, era flaco y tremendamente bueno.
—¿Y por qué se vuelve gordo y malo? —me interrumpe Ariel, ansioso.
Eso sucedió después que lo engañaron —prosigo—. Él tenía siete hijos y trabajaba duro para que no les faltara nada. A la noche volvía cansado, pero contento de poder estar con ellos. A pesar de que eran desobedientes y caprichosos les traía regalos, sin embargo cada dos por tres los chicos le faltaban el respeto, hasta se reían de él, que sin darle importancia, decía que eran travesuras de chicos sanos. El hombre gordo, cuando era flaco y bueno lo podía perdonar todo, menos una cosa.
Qué —pregunta Ariel, antes de que yo tuviera tiempo de seguir.
Las mentiras —contesto sin pensar y al mirarle la cara blanca, tensa, algo se me contrae en el estómago y me acuerdo de la expresión de Sergio, cuando quise arreglar la metida de pata y él descubrió que había estado con Julián.
—¿Y? —me apura Ariel. Sigo:
Un día se entera de que sus hijos le mienten siempre… y cuando un hombre bueno se enoja, agarrate Catalina, porque la desilusión le hace saltar la parte oscura que todos tenemos adentro y… —qué estoy diciendo, Ariel me mira y no entiende una palabra—. Esa noche, mientras sus hijos duermen, el flaco que se volverá gordo, agarra un cuchillo y los mata a los siete
—¿En serio? —dice Ariel, con los ojos igual a dos lunas negras. Se ha destapado, saca un brazo y mete su mano en la mía. Digo:
Sí, y para que nadie se entere le pide a la mujer que se los cocine, que le prepare niños envueltos. Y él se los come. Así empieza a engordar y se convierte en el hombre gordo.
Ariel parpadea y su cabeza se hunde un poco más en la almohada. Presiento que comenzar una historia es como abrir una puerta. Quizás todavía esté a tiempo de cerrarla, de retroceder y darle un final feliz. Sin embargo algo me empuja a seguirla en los términos en que la empecé. El mocoso está asustado, no se va a dormir y me pasa lo mismo que cuando la abuela nos contaba de la última esposa de Barba Azul, que entra en la habitación prohibida y del horror de lo que descubre se le cae la llave en un charco de sangre, y por más que la limpia no le puede quitar la mancha.
—¿Y después que se los comió a los siete, qué hizo?
La pregunta de Ariel me devuelve al dormitorio y a su alegre empapelado con ositos jugando. Froto mi mano libre contra el edredón, como para limpiar una salpicadura que sólo yo puedo ver.
Bueno, de ahí en más el hombre gordo se dedica a perseguir a los que dicen mentiras. Cada noche sale a buscar mentirosos y siempre encuentra a alguno, por el olor los encuentra, las conciencias sucias largan un olor feo. El hombre gordo puede olerlo y el mentiroso terminará en la olla.
—¿Y la mujer del hombre gordo?
—Ah, ella también lo engañó y fue a parar a la olla
Ariel gira los ojos, inquieto, sus dedos están fríos.
—¿Y por dónde entra? 
Eso no lo sé, pero siempre consigue entrar.
—¿Y qué más?
—Nada más. Él camina por las calles, después que todos se fueron a dormir. Camina despacio, por lo gordo que es. Usa un impermeable oscuro. Sus ojos, que habían sido hermosos, ahora son como virutas de metal incrustadas en su cara gorda.
Van a dar las doce, la mamá de Ariel no tardará en llegar y al fin podré irme. Él se chupa los labios resecos y dice:
No te vas a ir, verdad Susi.
Niego con la cabeza y le sostengo la mano fría y mis dedos también están tiesos y húmedos.
Cerrá los ojos y dormite de una vez. 
Pero él no quiere y los mueve constantemente. Me duele ver su cara pálida, como si le hubieran exprimido toda la sangre. Miro como los ositos en la pared arman juegos en un bosque esmeralda.
El ruido de la llave en la cerradura nos pone alerta. Unos pasos lentos se acercan por el pasillo. Ya ni sé si los dedos que tiemblan son los míos o los de Ariel.

©  Mirella S.  — 2011 —