domingo, 28 de abril de 2013

Salvador de los rosales



 óleo de Georges Seurat




Siguió con atención el andar vacilante de la hormiga. Sus patitas arañaban la pared buscando rebordes mínimos por donde sostenerse en el ascenso. Salvador comprendió en ese momento que a lo largo de su vida se había comportado igual que una hormiguita.
En el pecho se le desgajó algo, como cuando en jardines ajenos cortaba y podaba ramas secas o las que habían tenido la osadía de crecer más de lo que el espacio les permitía.
Había combatido a las hormigas sin piedad, eran los fantasmas de los jardines. Hasta las soñaba escalando el tronco de los rosales. Formaban un ejército que avanzaba, milímetro a milímetro, en dos filas oscuras: las que iban a depredar y las otras que volvían con el botín. De tanto en tanto algunas se detenían, hacían un rápido reconocimiento, sus antenas transmitían el parte de situación, para después regresar a la misión asignada.
Salvador recordó el placer de cuando las espolvoreaba con el veneno como si fuera un azúcar impalpable; o ese otro líquido, que al derramarse sobre sus cuerpos, los calcinaba. La búsqueda del hormiguero se volvía un trabajo minucioso de investigación. El hallazgo del túmulo, con su boca camuflada entre los granitos terrosos, era la satisfacción del día. Esa noche un sueño tranquilo le bajaba los párpados. Una batalla ganada.
Los dueños de los jardines le daban un apretón de manos y le decían: usted es el salvador de los rosales. Era una época en que las rosas aún sorprendían con su perfume.
Con el paso de los años los pesticidas se volvieron más letales. Sin embargo las hormigas no se extinguían. Al cabo de un tiempo el rastro en el césped delataba su regreso y era el inicio de una nueva declaración de guerra.
Salvador decía: hay que matar a la reina. Perfeccionó sus métodos. Usaba ácido bórico de cebo, que las mismas hormigas introducían en el hormiguero. Tuvo éxitos y algunas colonias se desintegraron.


Miró absorto cómo esa obrera trepaba penosamente por la pared. Sintió un cosquilleo en los dedos y estaba por estirar la mano, pero la hormiga desapareció en una grieta. El trozo de flor que llevaba como un estandarte, quedó del lado de afuera y cayó a sus pies.
Tanto trabajo para nada —murmuró Salvador. El trofeo era demasiado grande para que entrase por la fisura.
Los dedos le temblaban y tardó en levantar ese fragmento rojo proveniente de algún rosal devastado. Se puso de rodillas y, con la dificultad de los huesos viejos, se inclinó para meter el alimento perdido en la grieta. Pronto llegaría el invierno.
Su mano oscilaba, pero él siguió empeñándose en su tarea de introducir el resto del pétalo por la grieta en la que había entrado la hormiga.
Lo intentó con tanto ardor que la partícula roja se volvió pulpa entre sus yemas, como un coágulo de sangre: tal vez el símbolo de todas aquellas que había matado, bajo el lema de salvador de los rosales.



©  Mirella S.   — 2011 —




























lunes, 15 de abril de 2013

Grito rojo






Correr. Correr en la noche, tomados de las manos sudorosas por el miedo. Correr en la geografía abstracta del suburbio de esta ciudad que no parece la nuestra.
Correr y de pronto, en una bifurcación, Ramiro me suelta y se lanza hacia las sombras de una calle transversal. Ante el desconcierto no atino a seguirlo, pero los pasos a mis espaldas se acercan, golpean en los adoquines, levantan ecos de escarcha,  de risas obscenas, brutales.
Inspiro profundo el frío que duele y corro en línea recta, quizás Ramiro se salve, quizás no lo hayan visto desviarse. Sí: todos vienen tras de mí.

Nos estábamos besando apoyados en el tronco de un árbol. Nos besábamos ahí porque no teníamos un lugar adonde ir y no nos importaba. Cuando escuchamos las voces, borrachas de desprecio, de insultos, Ramiro puso su palma en la mitad de mi espalda, me empujó y dijo vamos, éstos tienen ganas de joder. Caminábamos rápido, sin saber bien el rumbo, las voces turbias nos alcanzaban. Empezamos a correr, mi mano prisionera en la de Ramiro que me arrastraba, volábamos y en el aire había estalactitas que se clavaron dentro de mi nariz.
La noche esfumaba las aristas de las casas, bajas, modestas, cada vez más espaciadas por ligustros y baldíos, él me llevaba hacia el viento, pero estábamos juntos. De reojo apenas pude ver el jeroglífico de su perfil en la penumbra que nos protegía. Al llegar a la esquina nos delató la luz fláccida de un farol. El corazón batía como un tambor loco, la adrenalina nos hacía avanzar, tomados de la mano.
Inesperadamente Ramiro me suelta convirtiéndose en un fantasma que se disuelve en la oscuridad. Quisiera entender esta claudicación, el abandono.
La soledad nocturna por la que transito es el espejo de mi páramo interior. Creí que teníamos algo diferente que nos redimía, creer, creer (en qué, en quién), correr sin alternativas porque la vida es una rata roedora de desperdicios, mejor digo: mi vida, siempre en la búsqueda de lo imposible que nunca tendré ni por dentro ni por fuera. Después llegó Ramiro y ese tajo que me partía en dos, incurable como una herida que no se cierra, empezó a restañarse y la rata que se revolcaba en la cloaca tuvo esperanzas, cultivó la ilusión de transformarse en un cisne o, tal vez, en una gaviota que vuela libre sobre el agua, que vuela como recién volábamos Ramiro y yo, únicos, indisolubles, hasta que él me soltó, se fue por otro camino y la rata asomó nuevamente el hocico y de un bocado se engulló el sueño de la gaviota.

Corro, pero es inútil, me van a alcanzar, quiero que me alcancen para terminar esta continua fuga de lo que soy, de lo que no seré, por más Ramiros que encuentre cada tanto, como solcitos efímeros del invierno.
Las piernas casi no me responden, se mueven deformadas por el cansancio, como si quisieran salirse de las botas; los pulmones arden, el aire frío que inhalo a borbotones los quema. Ya están aquí, me rodean, miro las caras abyectas, no les muestro la máscara de la rata acorralada, los desafío y les digo soy quien soy aunque no les guste. Se ríen, me putean con el orgullo y el poder de los machos cuando están juntos, acicateándose entre sí. Me encierran en un círculo. Con los puños apretados me machacan a golpes y de mi boca chorrea un grito rojo que salpica las baldosas, un grito que contiene la tristeza y la alegría de un último acto, mientras ellos, triunfales, braman como toros morite trolo de mierda, morite…


©  Mirella S.   — 2011 —
  
 Trolo: expresión vulgar y despectiva de homosexual.









viernes, 12 de abril de 2013

Palabras extraviadas



Amor, no sé a qué zona entre el cielo y la tierra te condujo la aventura de vivir. Tampoco, si te llegarán estas palabras ni si pertenecés todavía a este mundo.
Apoyada en el andador, me arrastro hasta una ventana para estar más cerca de un espacio abierto que me conecte con tu libertad. El verano se acaba y las estrellas se ahúman en la niebla. No las veo, sin embargo están. Como vos y yo.
Nunca te sujeté a mis sábanas. Tal vez por eso volvías. En la vacuidad de mi existencia, con los días apelmazados en un tejido monótono de meses y años sin gloria, fuiste la última dádiva que el misterio de la vida tenía destinada para mí.
Ahora mi cuerpo es un mapa devastado y recuerdo el tuyo privada de nostalgias, porque me permitiste disfrutarlo sin retaceos. Y algo de tu piel, quemada por los soles de cinco continentes, de tu olor a especias orientales y tus ojos de pájaro alucinado, se quedó conmigo y me pertenece. Igual al avaro que guarda sus tesoros, yo juntaba las partículas que ibas dejando por la casa y cuando partías me indicaban la verdad de tu existencia. No eras algo soñado en noches solitarias.
Así como llegaste, te fuiste. La ausencia era una marea implacable que me fue socavando. No hice reclamos, dónde hacerlos. A quién culpar si no estábamos unidos por ningún contrato.
Fuimos dos aves de fuego que se cruzaron en una tarde de tormenta y dignificaron la pasión de ser libres. Quizás, después de ese vuelo, la noción de libertad cambió para mí y quedé apresada en una jaula que construí yo misma.
Estas palabras zumban en mi cabeza como avispas prisioneras. Se deshacen dentro de los alvéolos que pronto quedarán vacíos. Pero son palabras que se extraviarán en el espacio sin tiempo. Mis manos se han vuelto de una materia arbitraria e independiente a mi voluntad y hablarte me sosiega.
Creo que te las debo. En mi voracidad absorbí las tuyas, las hice sangre y lágrimas y te devolví mi silencio habitual. Acaso vos también las necesitabas.
Se ha hecho tarde, amor. Ya falta poco. Espero encontrarte en algún giro de eternidad, en una astilla de luz que flote perdida en el universo, para que volvamos a ser uno siendo dos. Como cuando venías a mí.



©  Mirella S.   — 2013 —






domingo, 7 de abril de 2013

Sin azúcar

Foto de Alberto Cabero


Acorralada en la penumbra, pienso en el cuaderno que dejé sobre la mesa, abierto en el círculo de luz que proyecta la lámpara. Hasta hace unos minutos volcaba en sus páginas despojos de mi fantasía. Estaba escribiendo acerca de un lugar inexistente, un país imaginario gobernado por un demonio. El escritor convoca a sus espíritus sacrílegos, acaso para exorcizarlos —me decía—, es una forma de purificación. Con estas justificaciones, yo destilaba en el cuaderno la hiel de mi decepción, describía la cara más abyecta de la maldad, proyectándola en mi personaje.
De pronto tuve la urgencia de beber algo caliente, como si mis palabras fuesen agujas frías que me penetraran hasta los huesos.
Fui a la cocina y puse a calentar agua.
Saqué un tazón grande de loza blanca y azul, el café soluble y fui generosa en la cantidad vertida. Debía tener los pensamientos claros para terminar el relato. Antes de que el agua hirviera apagué la hornalla, llené el tazón y retomé la ineludible tarea de poblar el cuaderno con esas palabras que, en mí, dolían como animales rasgándome la entraña.
 Soy de las que todavía escriben a mano, en un cuaderno. Terminé la frase: “…él, elevándose desde su infamia, clamó venganza”.  
Mis dientes castañetearon de un modo imprevisto contra el borde del tazón y tragué un sorbo ardiente y amargo. No le había echado mis tres habituales cucharaditas de azúcar. Antes de levantarme vacilé: una idea promisoria, pero aún indefinida, se estaba formando en mi mente y no quería perderla con distracciones. Prevaleció la necesidad del café caliente y dulzón y volví a la cocina.
Estaba revolviéndolo, cuando a mis espaldas escuché un ruido leve. Giré la cabeza y me pareció ver líneas de sombra que despuntaban de la mesa, como si fragmentos de la noche se hubieran colado en el interior del círculo de luz. 
Entorné con un pie la puerta y con la mano izquierda alcancé el interruptor. La cocina quedó a oscuras.
Sosteniendo el tazón me deslicé hacia el piso y quedé resguardada entre la heladera y la puerta entreabierta. Apliqué el ojo en el resquicio que había entre las bisagras y sólo conseguí ver el extremo de la mesa, apenas insinuado por el reflejo de la lámpara.
El ruido se había vuelto más preciso, como de quien arranca una hoja de papel. Mi pecho se cuarteó en palpitaciones espasmódicas. 
Estaba sola en mi departamento, la puerta con los pasadores cerrados. Las ventanas se asoman a un vacío de diez pisos. Pero alguien —o algo— seguía desgarrando las hojas del cuaderno. Con las manos rodeé la taza para contagiarme el calor del líquido humeante. 
Recordé la última palabra escrita: venganza. Lo que estaba del otro lado de la puerta no hacía más que celebrarla —pensé. Había fabricado una monstruosidad, una amalgama de palabras crueles, amargas como el café que no quise beber. Irrevocables, ya.
Aquello en la otra habitación, oscureció por unos instantes el hilo de luz por el que yo espiaba.
Las hojas escritas caían sobre la alfombra en tiras, como cortadas por un cuchillo. Y mi mente recolectó los adjetivos feroces que había usado para el retrato. Supe lo que acababa de propiciar.

El engendro ha crecido igual que un Golem gigantesco y escucho detrás de esta puerta que me sirve de reparo provisorio, los cortes netos de las hojas que ya acometen también a las tapas.
El café se enfría en el tazón, lo mismo que mi cuerpo. Hasta la médula. Si no me hubiese levantado para endulzarlo, si hubiese perseguido esa nueva posibilidad que quería abrirse camino en mi mente, tal vez con palabras redentoras que pronunciaran una salvación, si hubiera tomado el café sin azúcar…
Pero la historia ya está escrita.  



©  Mirella S.   — 2011 — 





miércoles, 3 de abril de 2013

Los talleres literarios


La pasión por aprender a escribir
(Mis desventuras como tallerista)


A Guadalupe Wernicke


Desde muy jovencita tuve el anhelo, casi obsesión, de escribir correctamente, perfeccionarme en el uso y en la combinación de las palabras, saber estructurar las ideas
En cuanto pude, decidí que lo mejor era ir a un taller literario. No a cualquiera, al que estuviese coordinado por alguien con experiencia y oficio: un escritor. 
Busqué uno a quien yo admirara por su obra y que dirigiera un taller de escritura.
Estas fueron mis peripecias.

Escritor 1: cuentista prestigioso, en ese entonces estaba por publicar su primera novela. Petiso, gruñón, de mal carácter. El taller siempre empezaba una hora más tarde, cuando él estuviera dispuesto a concedernos su tiempo.
Fumaba en pipa, una tras otra, el ambiente era irrespirable. Yo, con mi almita anhelante de saber, aguantaba, mientras él nos leía capítulos de esa novela y pedía nuestras opiniones.
Los talleristas éramos alrededor de diez (la mayoría mujeres, obvio). Todos chupamedias del Maestro, por lo tanto los elogios —por la que sería su obra cumbre— eran como los pétalos que se arrojan al paso del Emperador.
Yo esperaba el turno para leer mi cuentito, acontecimiento que se produjo varias semanas después de haberme integrado al grupo.
Mi voz temblaba un poco, pero inicié con entusiasmo. Cuando terminé la respuesta del Maestro fue contundente: "No podía estar peor escrito, arruinaste la idea".
Al poco tiempo, dejé de concurrir.

Escritor 2: seguí buscando y di con otro cuentista destacado. Alto, bigotudo, con un sentido del humor agridulce, fumaba unos puros malolientes que me producían accesos de tos. Tampoco tenía muchas ganas de coordinar un taller. Lo dijo abiertamente: lo hacía por razones económicas.  
Veinte mujeres y un par de hombres, nos apiñábamos en el comedor de su casa, a veces dos compartiendo la misma silla. Hablábamos poco de literatura, él prefería contarnos sobre sus múltiples divorcios, amores y desamores. 
Teníamos que escribir textos muy cortitos, porque si no él se desconcentraba. También aquí los discípulos eran unos chupamedias (menos una) y cumplían con el requisito a rajatabla. Nunca me adapto bien a las normas y escribía como si mi tarea consistiera en contar la historia del mundo.
Para cuando finalmente me tocó el turno (él había estipulado un sistema por orden alfabético, para no herir susceptibilidades), había elegido un cuento particularmente largo. En la mitad de la lectura, levanté la vista debido a un ataque de tos por el humo y vi que el segundo gran Maestro, bostezaba detrás de su cigarro. Empecé a leer más rápido, acometiendo el texto como si fuese una maratonista.
La respuesta fue: "No está mal, pero tenés que cortarle por lo menos tres cuartas partes."
No fui más.

Escritor 3: menos conocido, pero varias de sus novelas fueron llevadas al cine. Tenía un estilo algo carveriano. Petiso, gordito, pelo canoso que empezaba a ralear, amable, reposado, nos servía café o mate. Fumaba cigarrillos, un paquete entero durante la hora y media del taller. 
Yo era la única dama, rodeada por cinco masculinos, seis con el profe.
Me trataban con guantes de seda, ni que fuera un frágil bibelot que se fuera a romper ante la menor expresión de crítica. No les gustaba lo que escribía y no sabían cómo decírmelo. Sólo uno de mis compañeros me elogiaba, pero más tarde descubrí que sus intenciones para conmigo no eran estrictamente literarias.
Se hablaba un poco de política y mucho de fútbol. Como era la única que llevaba material para leer, el profe tenía unas ideas muy originales de cómo debían terminar mis cuentos, y me explicaba detalladamente esas sugerencias. Los demás talleristas se sumaban, para demostrar quién era el más creativo en modificar mis historias.
Abandoné al cabo de unos meses.

Me dije, nunca más un escritor. 

Fui entonces a otro taller a cargo de una profesora de letras. Ella sí corregía la forma y dejaba en paz el contenido. Nos hablaba de los modificadores monovalentes y bivalentes. Una clase se dedicó a mostrar lo mal que usábamos las conjunciones adversativas y consecutivas.
Duré poco. Creo que soy una persona difícil de conformar.

Estuve varios años donde lo único que escribí fue mi nombre y datos en algún formulario de orden administrativo.
En el 2010, algunas palabras se despertaron de su letargo y tenían la necesidad de enlazarse entre sí y contar historias. 

Busqué por Internet un lugar cerca de mi casa. Me interesó un Taller de escritura creativa, coordinado por Guadalupe Wernicke
Fui, me gustó y sigo yendo. Encontré respeto; comprensión de mis textos; lecturas que me abrieron a autores nuevos, desconocidos para mí; un ambiente cálido y una muchacha encantadora que nos estimulaba a escribir, utilizando técnicas variadas, explorando temas, incentivando la observación y a tener activos los cinco sentidos.

Y la catarata de palabras, conservadas detrás de un dique de frustraciones, se desbordó y todo lo que voy posteando en este blog es un producto de su taller.

Estas fueron mis experiencias, que comparto con ustedes. 

Cada uno puede contar las propias —si las tuvo— o qué piensa de este fenómeno que pulula, creo, en muchos lados del mundo, incluso en forma virtual, llamado Taller literario...  







                         

"Las palabras, las oraciones, las ideas,
 por más sutiles o ingeniosas que sean, 
los vuelos más locos de la poesía,
los sueños más profundos, las visiones más alucinantes,
no son sino toscos jeroglíficos cincelados con dolor y pena
 para conmemorar un acontecimiento 
que es intransmisible." 

Henry Miller
(Sexus - La crucificción rosada I)