Alguien lo mira. Sobre su nuca siente que alguien lo
mira. Acaba de llegar a la ciudad
y casi no puede darse vuelta en esa calle extenuada de gente. Las caras que lo
rodean parecen estar hechas con el mismo molde. Huecas de expresión. Los
hombres con trajes azules y sombreros de fieltro; las pocas mujeres, de gris.
Todo es neutro, de fábrica, como si la naturaleza se hubiera batido en
retirada. Una cohorte mecánica que camina por ese desfiladero encajonado entre
muros altos, donde las ventanas son rendijas. Sólo cemento, como las caras.
Sin embargo, él sabe que alguien lo mira, y no son los
ojos embalsamados de los que marchan a su lado. También presiente que es un
único ojo, lento, el que se desplaza desde la nuca al cuello, sube por el
pómulo y se instala en su sien derecha. Una leve tibieza se le esparce en la
piel. Como un beso. Trepa por las cejas y se desbarranca en el puente de la
nariz, buscando la boca.
El entreabre los labios, pero se produce un brusco
movimiento en la multitud que lo desconcentra. Han llegado a un semáforo y el
círculo rojo es la solitaria nota de color en tanta opacidad.
Siente su cabeza cada vez más atornillada a los hombros,
como si fuera de una sola pieza. Ya no puede girarla a pesar de que necesita
buscar ese ojo ingrávido que lo sigue. El ojo de aire que lo besa. Con la
visión periférica vislumbra en el lado derecho una luz parpadeante. Una señal
—piensa—, un lenguaje intermitente de luces y sombras. ¿Qué le dice? ¿Cómo lo
decodifica? ¿Serán las pestañas, que al abanicar el aire, velan y descubren el
relumbrar de ese ojo misterioso?
Ahora la tibieza se ha posado en la comisura de sus
labios. Se dispone a degustar el beso, cuando es empujado nuevamente por los
cuerpos de hormigón para cruzar la calle.
Atrapado en las caprichosas evoluciones del ojo, ha perdido
el registro que le dan los otros sentidos. Nota una atmósfera aséptica, sin
olores. Tampoco hay sonidos de voces, de tránsito, apenas el acelerado raspar
de las suelas sobre los adoquines para no perder la pausa del semáforo. Pero en
la esquina no hay autos que esperan la luz verde, sino otra multitud,
perfectamente alineada y quieta.
Con esfuerzo logra mover la cabeza unos milímetros, en la
dirección que supone debe estar el ojo. Un codo se le incrusta en los riñones y
lo hostiga a mantener el ritmo de la marcha. Le parece ver más adelante, por
encima del río de sombreros, un aleteo de luz. La mirada ya no lo toca. El ojo
lo libera de su peso. Se aleja volublemente para seducir a algún otro turista
desprevenido.
La sensación de abandono dura poco. El lugar del pecho en
el que solía sentir el pulso de la vida, está extrañamente inactivo, tieso. En
silencio. Adentro igual que afuera. Cemento.
©
Mirella S. — 2012 —
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