jueves, 28 de febrero de 2013

Slow Greta







Le dejaron la porción más chica. La enorme rueda en el centro de la mesa, ya está vacía. Ella es siempre el último orejón del tarro. Se va a quedar con hambre y los pijoteros, que comieron a cuatro manos, clavado que no pedirán otra. Mozzarella, jamón y aceitunas, con varias birras, que a ella le parecen, por la espuma, meada de vaca. Se acuerda de aquella vez que estuvo en el campo y había visto a la vaca blanca y negra echarse un meo interminable, dorado y espumoso. Igual que la birra.

Es lenta para comer, también para otras cosas. No llega a ser una tarada, pero tiene que masticar bien todo: la comida, lo que lee o escucha, hasta lo que habla. Piensa, piensa, busca dentro de su cabeza y cuando encuentra la palabra que corresponde a lo que quiere decir, los demás pasaron a otro tema y es como si se hubiera vuelto invisible.

Su nombre, Greta, se lo cambiaron por Creti y algunos le dicen Slou, que le gusta más, porque suena como el maullido de Canela cuando le rasca el cogotito… slou slou hace la muy mimosa. A veces se presenta diciendo “soy Slou” y todos ríen y le dan golpecitos en la cabeza, no los coscorrones que le sacuden en casa cuando mete la pata y le hacen latir la sesera.
La pizza ya está tibia y apenas si comió el borde duro y pelado. Qué costumbre estúpida, deja lo más rico siempre para el final, y cuando se lo come no está tan bueno, el queso parece un chicle viejo y la salsa se la chupó la masa.

La única aceituna que decoraba su porción quedó, como una huerfanita, en el asilo del gran plato de madera. Adora las aceitunas. Estira el brazo despacio esgrimiendo el tenedor con las dos manos. Los chicos discuten sobre la peli que acaban de ver, ella no la entendió del todo y eso que había partes en que casi no hablaban. Tiene que aprovechar que están distraídos y hacerse de la aceituna. Es verde, hinchada de pulpa, se le hace agua la boca. Su brazo es tan lento como sus mandíbulas y su cabeza. Faltan unos pocos centímetros. Ya está.

Los dientes del tenedor se hincan en la consistencia de la carne, rebotan en el corazón duro y la aceituna remonta vuelo y cae en el plato de Termineitor que, en cuanto la relojea, la sumerge en su bocaza, mueve apenas el mentón y con un soplido larga el carozo para el lado de Lora, que se llama Laura, pero los chicos también se lo cambian y ella, muy orgullosa, dice que en inglés se pronuncia así.

Greta mira su porción de pizza, convertida en un triangulito de cartón, frío y gomoso. Algo le cosquillea en la garganta, igual que cuando bebe una gaseosa. La burbuja se expande, ocupa toda la boca y explota en un grito que revienta el silencio de su cabeza, cubre las risas de Lora, las puteadas de Termineitor por las opiniones del Perro, el crac crac de los nudillos de Betibú, las charlas de las mesas vecinas, el entrechocar de platos y vasos en el mostrador. Y dentro del grito están las palabras, todas juntas, sin titubeos, salen de una, como escupidas... hijo de mil putas la aceituna era mía mía míaaa…


©  Mirella S.   — 2013 —
Acuarelas de Silvia Pelissero




Pijotero: mezquino
Birras: cervezas
Relojear: observa de reojo
Puteadas: insultos, palabras groseras






martes, 26 de febrero de 2013

Ojo de aire




Alguien lo mira. Sobre su nuca siente que alguien lo mira. Acaba de llegar a la ciudad y casi no puede darse vuelta en esa calle extenuada de gente. Las caras que lo rodean parecen estar hechas con el mismo molde. Huecas de expresión. Los hombres con trajes azules y sombreros de fieltro; las pocas mujeres, de gris. Todo es neutro, de fábrica, como si la naturaleza se hubiera batido en retirada. Una cohorte mecánica que camina por ese desfiladero encajonado entre muros altos, donde las ventanas son rendijas. Sólo cemento, como las caras.

Sin embargo, él sabe que alguien lo mira, y no son los ojos embalsamados de los que marchan a su lado. También presiente que es un único ojo, lento, el que se desplaza desde la nuca al cuello, sube por el pómulo y se instala en su sien derecha. Una leve tibieza se le esparce en la piel. Como un beso. Trepa por las cejas y se desbarranca en el puente de la nariz, buscando la boca.

El entreabre los labios, pero se produce un brusco movimiento en la multitud que lo desconcentra. Han llegado a un semáforo y el círculo rojo es la solitaria nota de color en tanta opacidad.

Siente su cabeza cada vez más atornillada a los hombros, como si fuera de una sola pieza. Ya no puede girarla a pesar de que necesita buscar ese ojo ingrávido que lo sigue. El ojo de aire que lo besa. Con la visión periférica vislumbra en el lado derecho una luz parpadeante. Una señal —piensa—, un lenguaje intermitente de luces y sombras. ¿Qué le dice? ¿Cómo lo decodifica? ¿Serán las pestañas, que al abanicar el aire, velan y descubren el relumbrar de ese ojo misterioso?

Ahora la tibieza se ha posado en la comisura de sus labios. Se dispone a degustar el beso, cuando es empujado nuevamente por los cuerpos de hormigón para cruzar la calle.

Atrapado en las caprichosas evoluciones del ojo, ha perdido el registro que le dan los otros sentidos. Nota una atmósfera aséptica, sin olores. Tampoco hay sonidos de voces, de tránsito, apenas el acelerado raspar de las suelas sobre los adoquines para no perder la pausa del semáforo. Pero en la esquina no hay autos que esperan la luz verde, sino otra multitud, perfectamente alineada y quieta.

Con esfuerzo logra mover la cabeza unos milímetros, en la dirección que supone debe estar el ojo. Un codo se le incrusta en los riñones y lo hostiga a mantener el ritmo de la marcha. Le parece ver más adelante, por encima del río de sombreros, un aleteo de luz. La mirada ya no lo toca. El ojo lo libera de su peso. Se aleja volublemente para seducir a algún otro turista desprevenido.

La sensación de abandono dura poco. El lugar del pecho en el que solía sentir el pulso de la vida, está extrañamente inactivo, tieso. En silencio. Adentro igual que afuera. Cemento.


©  Mirella S.   — 2012 —


acrílico sobre tela: Ignacio Habrika





domingo, 24 de febrero de 2013

Literatura y felicidad





Me parece interesante lo que plantea el escritor argentino Abelardo Castillo en su libro "SER ESCRITOR". Coincido con él y lo comparto con ustedes. 
¿Qué piensan al respecto?


Literatura y felicidad

La literatura está cargada de fatalidad y de tristeza. ¿Por qué?
La vida no es siempre fea. Lo que pasa es que, en el fondo, la literatura es un conjuro contra la infelicidad y la desdicha. La gente quiere ser feliz. Pero la felicidad no hay que escribirla: hay que vivirla. O por lo menos intentar vivirla. En la literatura se pone el deseo, la nostalgia, la ausencia, lo que se ha perdido o no se quiere perder. Por eso es tan difícil escribir una buena historia feliz.
La historia de amor más hermosa que se ha escrito es Romeo y Julieta. Pero es una catástrofe. Ella tiene catorce años y él dieciocho, y terminan suicidándose. (...) Uno confunde la felicidad con las felicidades, con ciertos momentos transitorios de dicha o alegría. La felicidad absoluta no existe, y uno escribe, justamente, porque la felicidad no existe. Existen pequeños instantes de felicidad, o alegrías fugaces, que, si se consigue perfeccionarlos en la memoria, pueden ayudar a vivir durante muchísimos años. La literatura es también un intento de eternizar esos momentos.

Abelardo Castillo






Un escritor es algo extraño.
Es una contradicción  
y también un sinsentido. 
Escribir es también no hablar. 
Es callarse.
Es aullar sin ruido.

Marguerite Duras



viernes, 22 de febrero de 2013

Expiación






Sueño con una roca de basalto que emerge de un río torrentoso. En el centro está ella, su cuerpo de arena tiembla, me implora. Intuyo que el sacrificio es inminente y la piedra se volverá roja, entre los remolinos del río que brama. El miedo y el grito, quizás, aplaquen a algún espíritu malévolo.


El brazo ejecutor se eleva, es mi brazo y no lo es, no lo dirijo, no quiero hacerlo, no con ella: pálido lucero que se apagará de golpe.


El agua entona un canto fúnebre, mientras el sol desciende. Es la despedida; nuestros ojos se encuentran sin palabras. Los de ella son un espejo del agua, del cielo anochecido y tienen la serenidad de la entrega.  Los míos, en cambio, se abisman, se agrietan, húmedos de pena, de soledad y culpa. El deber llama y mi brazo baja, implacable, certero. 

Despierto con las manos cubiertas de sangre. 

©  Mirella S.   — 2012 —  



sábado, 16 de febrero de 2013

Persistencia


Óleo sobre tela:  Yaowu Zhang
 

La lúgubre manía de vivir vuelve a ella cada mañana. Los ojos aún pegados y ya está pensando en la taza de café bien caliente que la va a instalar en el día. Sigue prisionera de sueños astillados que no logra unir, son como las babas del diablo que se deshacen en el viento. 

Remolonea, gira sobre la cama, rueda hacia el otro lado. El vacío la despabila de golpe. También su boca está vacía y hay un hueco en un lugar preciso de su cuerpo, donde antes estaba… Se incorpora de un salto, se queda sentada con las piernas colgando, la cabeza baja, los cabellos enmarañados, las manos sujetas al borde del colchón, para no caer en el vértigo de la realidad. 

Y recuerda la pintura de Hopper, que vieron juntos en New York, la de la mujer en el cuarto de hotel. Se ve a sí misma como si fuera un cuadro y su dormitorio una habitación alquilada, tan lúgubre como su persistente manía de vivir.

©  Mirella S.   — 2013 —

Óleo sobre tela: Edward Hopper






jueves, 14 de febrero de 2013

Poema de un enamorado


Vení a dormir conmigo:
no haremos el amor, él nos hará.

Julio Cortázar

Tinta y acuarelas de Mely Pianna

Mira, no pido mucho,
solamente tu mano, tenerla
como un sapito que duerme así contento.
Necesito esa puerta que me dabas
para entrar a tu mundo, ese trocito
de azúcar verde, de redondo alegre.
¿No me prestas tu mano en esta noche
de fin de año de lechuzas roncas?
No puedes, por razones técnicas. Entonces
la tramo en el aire, urdiendo cada dedo,
el durazno sedoso de la palma
y el dorso, ese país de azules árboles.
Así la tomo y la sostengo, como 
si de ello dependiera  
muchísimo del mundo,
la sucesión de las cuatro estaciones,
el canto de los gallos, el amor de los hombres.

Julio Cortázar
(de "Salvo el crepúsculo")